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Muchos de los ex soldados nos les dan mayor importancia a tener que entrar con pasaporte, y aceptan viajar, en grupos de máximo diez personas, para revivir su experiencia y recordar por cuál razón fueron llevados allí para luchar por la soberanía de su país. El CECIM organiza cada año dos viajes. La Municipalidad de La Plata les paga el pasaje y les da una ayuda monetaria. Van los que quieren y los que quieren son casi la mayoría.

A Grau y sus compañeros les importó más regresar a su pasado, que el orgullo argentino. Pero sí tuvieron que asumir que estaban entrando como extranjeros al territorio que desde niños les decían que era suyo. El infierno ya no está, pero, además de los recuerdos, el recibimiento en las islas tampoco se las hace fácil.

Lo primero que pasaron fue un interrogatorio en inglés en Inmigración, sobre el motivo de su visita. “Only Spanish” o “Yo hablo español”, respondieron, algunos sin ni siquiera saber qué les preguntaron.

Todos los miran cuando entran. Los isleños que trabajan en el aeropuerto los siguen con los ojos por todas las áreas de desembarco. Estos ojos pegados en la espalda les pesan a los ex combatientes, pero al salir de la terminal sienten alivio por que los recibe un compatriota, uno de los únicos diecisiete argentinos que viven en Las Malvinas. Se llama Sebastián Socodoro.

Socodoro es quien más está a la vista de todo el pueblo. Pasa de los treinta,  está casado con una isleña de nacimiento de nombre Phoebe, y tiene dos hijos que sólo hablan inglés. Su padre la llevó a vivir a Buenos Aires, junto con sus hermanos, cuando se desató la guerra, y allí hicieron su vida, hasta que se casó y decidió retornar a sus orígenes, hace cinco años. El inglés de Phoebe tiene acento británico, pero su español tiene un perfecta cadencia argentina como la de su esposo.

La pareja trabaja en una empresa de pesca, propiedad del hermano de Phoebe. Pero, además, Socodoro hace de operador turístico cuando vienen sus coterráneos ex combatientes. Es el guía de los sitios más emblemáticos de las batallas allí acontecidas en 1982.

No da mucha información sobre sí mismo, ni sobre cómo lleva su vida, en ese lugar tan británico. Trata de alejarse un poco de los extraños, mira sigilosamente, y huye antes de ser abordado con cualquier pregunta que traspase su privacidad.

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En las islas, otros ojos se les pegan a la espalda a los ex combatientes. Porque muchos de los isleños ven a los argentinos como los causantes del conflicto bélico que también mató a las únicas tres bajas civiles de la guerra. Murieron cuando cayó una bomba sobre la casa donde vivían.

Aunque fue un error de cálculo de un avión británico lo que hizo estallar ese explosivo en la casa en Stanley, los visitantes de Argentina son personas non gratas, y su presencia causa cierta tensión en el ambiente. Nadie los saluda, reciben miradas acusadoras y de rechazo. Eso es visible.

Una isleña que alquila su casa a los veteranos argentinos que hacen esos viajes cada año, según cuentan algunos chilenos, se ha convertido en hereje para sus coterráneos. Los falklanders asumen que quienes dan posada a los veteranos argentinos están de parte de ellos en la pelea de la soberanía de las islas. Los comentarios dicen que esta mujer ha perdido a mucho amigos dentro en el pueblo.

Si llega algún extranjero hispanohablante a las islas, el falklander que atienda en los servicios turísticos estará pendiente de su acento. Si nota que es argentino, el trato es seco, dicen.

Están vigilados los visitantes. Al menos eso sienten.