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Ha vuelto al sitio que le provocó infinitas pesadillas durante años. Ahora que lo tiene de frente no sueña, recuerda. Su mano derecha terminó quemada por el frío luego de diez semanas de guerra a la intemperie, con temperaturas que mucho tiempo se quedaban en los cero grados. El dedo firme en el gatillo de su fusil mantuvo siempre su mano descubierta. Pasó también setenta y cuatro días sin bañarse, perdió doce kilos, y como almohada usó un par de tubos de granada de mano MK-5 envueltos en una manta.

Apenas pisa Las Malvinas otra vez, Daniel Sánchez se ve a sí mismo enterrando a sus compañeros. Durante un período de su servicio en la guerra, esa fue una de las labores que le tocó: recibir los cadáveres de los camiones para luego enterrarlos en lugares que no recuerda, esos no. Las cifras oficiales dicen que los restos de ochenta y nueve militares argentinos están enterrados en lugares cercanos a donde luchaban.

Alberto Orellana, otro veterano del Batallón de Infatería Militar número 2 (BIM) de la Naval argentina, comenta a sus amigos que le cuesta creer que aún está con vida, porque siempre esperó la muerte en el aeropuerto viejo, donde estaba destacado. Los ataques le hicieron esperarla sin miedo. Orellana era huérfano, no tenía familia, ni trabajo, ni estudios, antes de entrar a la fuerza militar. Por eso quiso ir a este combate, sentía que si perdía la vida no importaría mucho.

Ellos y los otros seis soldados están aquí para exorcizar los monstruos de la guerra, dicen. Monstruos que han sido malos sueños, temblores ante cualquier estruendo, llanto, miedo. Por haber matado, por el maltrato, por las condiciones deplorables: por la guerra.

Ahora sienten que son fuertes y que pudieron superar la depresión y no ser tan débiles como para suicidarse, como hicieron muchos otros cuando volvieron a casa. Eran sólo reclutas.

El Centro de Ex Combatientes de Malvinas (CECIM) de La Plata tiene entre sus estadísticas que los suicidios entre los argentinos que regresaron de la conflagración superaron los cuatrocientos. Del lado británico otros doscientos veinticinco se quitaron la vida, según Kenny Ward, ex combatiente inglés que también está de visita en las Falkland.

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Un vuelo de LAN Chile que sale desde Santiago viaja cada sábado a Falkland Island. Este mismo vuelo, una vez al mes, debe hacer escala en el Aeropuerto Internacional Piloto Civil Roberto Fernández, ubicado en Río Gallegos, en la Patagonia Argentina, para recoger a cualquier argentino que quiera embarcar.

Luego de cuarenta minutos de trayecto desde allí, Grau su grupo aterrizan en Mount Pleasant, la base militar de las islas que sirve de aeropuerto, y que alberga a mil quinientos militares británicos.

Esta escala que hace la aerolínea chilena en territorio argentino apenas funciona desde la década pasada, una vez que Chile decidió suspender drásticamente los vuelos porque estaban inconformes con el apoyo de Gran Bretaña al ex dictador Augusto Pinochet, cuando el juez español Baltazar Garzón promovió una orden de arresto en su contra por la muerte y tortura de ciudadanos españoles durante su mandato, además de crímenes de lesa humanidad.

Argentina aprovechó la oportunidad de que los británicos quisieron una negociación mientras Chile los tenía bloqueados. Les aprobaron este vuelo desde la Patagonia a cambio de que se flexibilizara la entrada de los ciudadanos argentinos a las islas: quitarles la visa de entrada.

El principal pedido era lograr que los argentinos ingresaran al archipiélago sin pasaporte, pero los británicos no cedieron. Este es uno de los motivos por los cuales no quieren visitar las islas. Se niegan a viajar allí con su documento de viaje y que les pongan un sello de entrada y otro de salida que dice Falkland Island. Inmigración argentina no marca ninguna salida de su territorio firme cuando el destino son las islas, porque para ellos es como si se trasladaran a su plataforma continental.