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El lugar que Grau y sus compañeros de viaje encuentran no es sólo ese sitio ajeno que no tuvieron tiempo de detallar durante la guerra, casas prefabricadas, el color original de la madera, otras verdes, techos rojos, unas al lado de las otras. O esas banderas de Gran Betraña y las de las Falkland, color azul claro, y adentro, la bandera británica a la izquierda y una oveja en un escudo a la derecha, izadas siempre, como si fuera feriado.

No sólo es eso. No hay semáforos y la gente conduce por la izquierda, como en Inglaterra. Los choferes son poco y respetan los pasos.

No hay cárcel. ¿Hay delitos en unas islas rodeadas por aguas gélidas?

Los únicos cuatro supermercados a los que los ex combatientes van para apertrecharse con comida suficiente para la semana. La mayoría de los víveres vienen desde Gran Bretaña, mientras que las verduras y frutas son traídas desde Chile y se venden a precio de exquisitez. Un limón puede costar cuatro dólares con cincuenta, y una lechuga, quince. Pero hay que pagar con libras de Falkland, que valen lo mismo que la libra esterlina.

Un solo banco, una oficina de correo postal, un periódico (Pengüin News), una estación de servicio para abastecer combustible, una estación de policía, y una peluquería, que abrió hace dos años.

Tres restaurantes que abren al mediodía de doce a una y media y de siete a nueve para la cena.

Dos bares nada más. Dos pubs frecuentados por militares ingleses, que beben cerveza y que esta noche bailan con I Gotta Feeling, de The Black Eyed Peas.

Eso ve Daniel Grau, que nada es masivo en Stanley. Y que nada es argentino, aunque voceros del Departamento de las Islas Malvinas de la Cancillería argentina insisten en que no cesará la petición del territorio ante los organismos internacionales.

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Grau y sus compañeros llegan al cementerio de los soldados argentinos ubicado en Darwin, en el que están enterrados doscientos treinta y siete militares, de los cuales ciento veintitrés son desconocidos. Es un camposanto en medio de la nada. Está cercado con madera, tiene grandes placas verticales de granito con los nombres grabados de los combatientes reconocidos, y otra donada por el gobierno argentino hacer tributo a sus muertos.

Los ánimos caen cuando los visitantes entran. Nadie habla. Caminan cabizbajos entre las tumbas, buscan en las placas nombres que les sean familiares.

Lloran como niños. “Soldado conocido sólo por Dios”, lee Daniel Grau y se consterna.

En medio de los sollozos dicen que las guerras no valen nada, que están vivos porque otros están muertos, que también pudieron estar enterrados aquí.

Daniel Grau, ya a punto de terminar su gira, comprende que la guerra los alejó más de ese archipiélago por el cual muchos de sus compañeros perdieron la vida. Ahora sólo quiere visitarlos a ellos, los grandes perdedores que aquí yacen, y rendirles un tributo por haberse quedado entre las montañas.

El cementerio de Darwin está bajo el cuidado de las familias argentinas desde 1999, pero Sebastián Socodoro fue contratado por ellos desde 2007 para hacerle mantenimiento. Es más rentable para los familiares de los muertos usar este sistema que viajar a las islas para hacer ellos mismos ese trabajo.