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Los caminos verdes

María Gabriela Sotillo y Giovanni se conocieron un día en que ella caminaba por Terrazas de El Ávila. Él le ofreció la cola y cuando se montó en el carro le lanzó un “¿y tú qué?” al que ella respondió un “¿qué de qué?”. Yani contrapunteó de vuelta: “¿Qué música escuchas?”. María Gabriela, aún asombrada por el arrojo del conductor, respondió: “Me gusta The Cure”. “Nooooo, mentira”, respondió él.

Fueron encontrando infinidad de puntos en común, hasta que Yani la bautizó: “Mi maldita mejor amiga”.

Maga, como todos la conocen, vivió de cerca la vida de Giovanni. El día que conoció a Franca se preguntó de quién habría salido Yani así, oscuro, diferente. Para Maga él tenía una estrella, algo que, además de irresistible, lo convertía en un sujeto extraño, fascinante.

“Era muy histriónico. Hacía un gesto característico todo el tiempo. Era su sello: se pasaba la mano con los dedos entreabiertos frente a la cara, como si ambos estuviesen viéndose, fruncía el ceño, y decía: ‘Yo soy la oscuridad’. Le gustaba la oscuridad. Tenía cortinas gruesas, le encantaba la luz de las velas y siempre usaba unos lentes de sol muy negros, en parte porque sufría de una alergia en los ojos por fotosensibilidad”, recuerda Maga mientras prende un cigarro. Cuanto más habla, más nerviosa se pone, aunque revive con agrado cada detalle.

“Le gustaba tomar vino. Hubo un momento de su vida, no sé exactamente cuándo, alrededor de los diecisiete, dieciocho, en el que tuvo problemas con el alcohol. Se fue de su casa a vivir con el tío, al que quería profundamente. Nunca fuimos novios, muy a mi pesar. En el momento que nos conocimos, Yani estaba en un proceso de ‘purificación’, decía constantemente: ‘Estoy en celibato’. Era alegre, muy contradictorio. Jamás se le iba la sonrisa de la cara, pero siempre se quejaba de todo: ¡Esto es una mierda, aquello también! Al final quedabas convencida de que efectivamente todo era una mierda. Pero no había un mensajito de texto de Yani que no terminara con una carita feliz. Así era, oscuro, pero alegre. Si no lo conoces, no lo entiendes”.

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Cuando el grupo de amigos salió de La Cabaña decidió ir a tomarse unas cervezas a La Bonita, por sugerencia de uno de ellos: Tomás. Una redoma en la que por tradición la gente va a eso, a tomar. Una licorería veinticuatro horas en el pequeño Centro Comercial La Bonita fue la responsable de crear el punto. Era de conocimiento público que no sólo el alcohol era el negocio del local, las drogas también. Por eso, y las quejas recurrentes de los vecinos, cerraron el recinto ocho años atrás. Sin embargo, la costumbre quedó.

La redoma tiene un diámetro de veinticinco metros aproximadamente, no más.

Luego de un rato tres carros llegaron: dos camionetas grandes de lujo y un carro pequeño tipo coupé ¿Qué modelos exactamente? No se sabe aún (o no lo dicen); sólo se conoce con certeza que uno de ellos era una Grand Cherokee.

Alrededor de diez personas se bajaron de los autos, dos eran mujeres (tampoco se conoce a ciencia cierta cuántos eran: o no lo dicen).

Los primeros, los del grupo de Giovanni eran catorce, de los cuales dos pertenecían al grupo de música punk Apatía-No y el resto a Drömdead, el grupo en el que Yani tocaba la música industrial. El atuendo característico de estas bandas es un conjunto completamente negro. Es parte de su carácter artístico; nada tiene que ver con pertenecer o no a una tribu urbana.

Los segundos, los de las camionetas, eran tipos vestidos “a la moda” con camisas y pantalones de marca, de tallas ajustadas.

Hasta ese momento nada había pasado. Música, alcohol y dos grupos de personas un viernes por la noche compartiendo entre amigos, entre los propios.

Los decibeles empezaron a molestar a los vecinos del edificio La Loma, frente a la redoma, así que llamaron, como en tantas otras oportunidades, a Polibaruta, la policía de esa jurisdicción.

Minutos más tarde apareció la unidad policial.

En la patrulla había cinco oficiales; sólo tres se bajaron: Carlos Enrique Morales, Giordani Rafael Briceño y Gerald Gabrielle Jottediani. Caminaron primero hacía el grupo de Yani, a pesar de que quienes tenían la música alta eran los del otro bando:

–Buenas noches– saludó el oficial y procedió a preguntar–: ¿Todos ustedes están juntos?

Los del grupo de Yani, casi como un acto de inercia, contestaron que sí.

Los oficiales les pidieron que se retiraran.

Nicolás, quien estaría en el asiento trasero de Yani cuando recibió las primeras tres cuchilladas, recuerda que no hubo mayor explicación: “No se pidieron documentos, ni se anotaron nombres”. Luego caminaron hacia el otro grupo y repitieron el mismo procedimiento: ninguna precisión. Los tres oficiales se dieron la vuelta y se subieron en su patrulla sin haber tomado nota de nada, ni siquiera de las placas de los vehículos. No esperaron tampoco a que los presentes “desalojaran el área”. Arrancaron hacia su próxima tarea sin dejar ningún registro de esta.

Las puñaladas vinieron rato después de que se fueran.

Argenis Oviedo, inspector de homicidios del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísiticas en la subdelegación de Santa Mónica, quien lleva la investigación del caso, ha interrogado a estos oficiales varias veces sin revelaciones. Desde entonces, por no haber tomado registro de esa noche, el trío se encuentra cumpliendo trabajo administrativo. Ya no están patrullando en la calle.

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Fueron seis

El orden de los hechos.

Yani recibió primero tres puñaladas por la espalda. Corrió a su carro, un Corsa negro de cuatro puertas. Se puso tras el volante. Luego Mariana y Nicolás se montaron en la parte de atrás del carro. Yani esperó a Kalo y a Fabiola que nunca llegaron. Nicolás recuerda que ya para entonces a su amigo se le cortaba la respiración.

Uno de los atacantes estaba encima de Kalo, en el piso, a unos cuatro metros del carro de Yani. Yani retrocedió y al hacerlo le pegó a Kalo en la cabeza. El que un segundo antes apuñalaba a Kalo, un joven rubio de pelo largo a la altura de la barbilla, salió corriendo con el arma en la mano hacia Giovanni, quien trató de huir, pero ya el cuerpo no le respondió. El rubio rompió el vidrio del piloto y terminó lo que iba hacer: tres puñaladas más, las últimas, las que redondearían un total de seis. El carro rodó hasta que Nicolás, también con un pulmón perforado, logró poner el freno de mano. Para entonces ya habían chocado contra un Citröen azul estacionado en uno de los laterales de la calle.

Las señales registradas por el GPS que Tony le había puesto a Yani en el carro permitieron determinar una hora aproximada de la muerte: entre las tres y cincuenta y cinco y las cuatro y diez de la mañana.

Por las aceras se arrastraba Erickson, uno de los que esa noche estaban en el grupo de Yani, con cinco heridas encima. Víctor sangraba por su pulmón. Miguel recién se levantaba del piso, lo habían golpeado en la cara hasta el desmayo. Las mujeres gritaban:

–¡Ayuden a mi amigo que se está muriendo! ¡Ambulancia, llamen a una ambulancia!

Juan Carlos, el vigilante de la torre A del edificio La Loma, salió corriendo cuando escuchó los gritos de ayuda. Se sacó su camisa y trató de detener las hemorragias mientras llegaban las autoridades.

Yraima Cedeño, auxiliar de la Multifarmacia May que está dentro del minicentro comercial,  llegó horas después a trabajar. Recuerda que eran cerca de las ocho y media. A medida que se acercaba a la farmacia se horrorizaba: “Había varios charcos de sangre. Esta zona más nunca se va a recuperar de ese horror. La sangre no se fue hasta que llovió varios días después”.

Los vecinos de la torre A no pueden hablar de lo que escucharon sin arrugar la cara y bajar la cabeza. “Los gritos fueron desgarradores, sobre todo los de las mujeres”, revive Janeth, residente del piso once. “Aquí la acústica es muy buena, hay mucho eco porque tenemos una montaña atrás donde rebotan y crecen todos los sonidos”.

Sin embargo, nadie vio nada, nadie sabe nada (o no lo dicen). A pesar de la insistencia de los familiares y de las autoridades los testigos han tomado la decisión de no contar nada a nadie, ni siquiera para mentir.

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Los motivos, ¿por qué?

El Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (la policía judicial venezolana) maneja tres hipótesis de cómo o por qué se desató el suceso, qué fue lo que, se puede suponer, prendió la mecha:

1)    Los atacantes llegan con pistolas de paintball (hecho que se confirmó porque se recogió la evidencia de la pintura amarilla estampada en los muros) y molestan al grupo de Yani, de donde les piden que no sigan disparando.

2)    Una de las mujeres del grupo de Yani le dice a las que estaban con los otros que “por qué no tripean todos juntos”. Ellas se molestan porque creen que les están insinuando que están drogadas, aunque ella hubiera querido decir que se divirtieran, otra acepción de esa palabra. Comienza una riña a los golpes.

3)    Erickson, amigo de Yani y uno de los de mayor edad del grupo, pasa los treinta, está muy borracho. En esas condiciones se acerca al otro bando sin ningún propósito en específico, de donde devuelven a Erickson a sus amigos y aprovechan para advertirles: “Váyanse de aquí que nosotros somos malos, muy malos y estamos drogados”.

O todas las anteriores.

Yani se estaba yendo cuando empezó el problema. Se dio cuenta, puso freno de mano y dijo: “Coño, qué peo”. Se bajó del carro a ver cuál era el alboroto. Seis puñaladas letales en su cuerpo –la muerte– fueron el resultado de su decisión. Su mamá está convencida de que Giovanni murió por lealtad a sus amigos: “Él se pudo haber ido, mi hijo lo que hizo ahí fue mediar, estoy segura, era eso lo que siempre hacía”.