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“I’m sure that we can do all the things we didn’t”

Yani

“Su llamada será desviada al buzón de mensaje al oír el tono. Piiiiiiiiiii”.

Una y otra vez el mismo estribillo después del quinto repique. No importaba cuál número marcara: el de Yani, Kalo, Fabiola, Miguel, Nicolás. Ninguno contestaba. Ya eran las cuatro de la madrugada y no había sosiego para Franca.

***

El monte y la grama forman un macizo verde en el que pronto se pierde de vista cuál es cuál. Ha estado lloviendo. Un Mazda 6 gris se detiene en un punto exacto del terreno. Los vidrios del auto bajan. La música se cuela, se desparrama por doquier; sin embargo, hay una lógica ordenadora que le da sentido a la melodía, a esa y no a otra, regada sobre las lápidas de los que ya no están entre los vivos.

Un hombre se baja del carro. Sus movimientos enérgicos, incesantes, demuestran que está ansioso. Lleva una camisa de rayas de marca, un pantalón formal, zapatos de cuero y una gorra azul con el logo de Globovisión justo en el centro, casi como un intruso en el vestuario. No es un hombre sano. Desplaza con notable incomodidad su metro setenta y pico de humanidad. Desde que su hijo murió, hace ocho meses, trece kilos le cayeron encima.

Se agacha y arranca de una porción específica de parcela todo lo que no es grama. Lo hace como quien repite una acción aprendida, automática. Luego se dedica a quitar las flores marchitas de los jarrones de barro que custodian el recuadro de tierra bajo el que está enterrado su hijo; el cuerpo, al menos.

“No era un tipo al que le gustaban las flores, la verdad”, comenta mientras saca del asiento trasero del carro un ramo. Estaba claro que lo había comprado en esas tiendas que están cerca de los cementerios en las que arman los arreglos con el mismo criterio de color y tipo: varios claveles blancos, algunas rosas rojas, unas espigas verdiamarillas y unos botones de un tono blanco viejo que por su tamaño opacan todo lo demás. Desata el pabilo que sujeta el papel plateado y escoge uno de los jarrones próximos a la lápida, como si de esa forma estuviese acercándose al corazón de su hijo.

La ausencia es un tipo de soledad que lacera, que quiebra todas las estructuras. La ausencia no la deja todo el mundo cuando se va, la deja, por ejemplo, un hijo único cuando es asesinado.

Antonio (Tony) Conte se sienta como puede. Prácticamente se deja caer en el suelo. Muchos mosquitos revolotean en su cara. No trata de espantarlos, simplemente sabe que están allí: “La vida se complica con este sobrepeso”, murmura mientras se sienta. “Lo más difícil va a ser poder levantarme”, sentencia resignado.

Minutos más tarde se para junto a la tumba con las manos recogidas en la espalda, como si observase con desgano la oferta de una vitrina, como si leyese por primera vez aquel epitafio:

Siempre te sentiremos,

serás la brisa que acaricia nuestros rostros

en cada amanecer.

Te amamos.

Baja un poco la cabeza, da la impresión de que reza, de que conversa de algo con alguien, un tema que ambos conocen y que no requiere mayor articulación. Un metalenguaje se produce, rápido, pero ocurre. Al terminar, aprieta los labios y gira la cabeza en señal de negación, todavía le cuesta creer lo que ha ocurrido.

Varios suspiros interrumpen su jadeo. Aspiraciones y exhalaciones defectuosas que transitan por una nariz brillante, porosa, naturalmente enrojecida. Tony Conte luce agobiado.

La visita se extiende más de lo debido; las reglas en el Cementerio del Este son claras: “Permitido el paso a las terrazas hasta las 5:00 P.M.”. Para entonces ya eran las seis. Los guardias no lo han visto, o quizás sí, pero deben tener claro que cuando se está junto a los muertos es fácil perder la noción del tiempo.

La tarde toma su relevo del día. Tony parece entender el cambio de luz como una señal de salida. Descruza los brazos y empieza a caminar hacia el carro. Antes de irse toca la lápida, se la lleva la mano a los labios, la besa y sin más dice: “Hijo, yo sabía lo que tenía”.

***

Cuando llega te toca, y así, sin aviso, ese día se convirtió en tu día.

En un edificio de Los Palos Grandes, en Caracas, a las tres de la tarde del cuatro de septiembre de 2009, Giovanni Emilio Conte Trezza jugaba PlayStation 3 con su amigo Carlos Julio Acosta, Kalo. El domingo treinta de agosto Giovanni recién había llegado de Miami. Había hecho un viaje con su mamá, Franca Trezza. Aprovechó para comprar muchas cosas, entre ellas instrumentos para su banda, Drömdead, y, justamente, un lector para el PlayStation 3.

Cerca de las cinco, Giovanni y Carlos Julio se levantaron, dejaron los controles en algún lugar del cuarto, porque tenían cosas que hacer: ir a ensayar con el resto de la banda a la urbanización La Floresta. Volvieron al apartamento a eso de las siete. Franca había hecho un mercado de novecientos bolívares para poder alimentar al grupo: Kalo, Fabiola, Nicolás, Mariana y Giovanni. Conversaron y se rieron, los músicos y la anfitriona. El tiempo pasó rápido y pronto fueron las diez de la noche. El plan inicial era quedarse en casa; sin embargo, estaban todos juntos y era viernes y bueno…por qué no. Decidieron ir a La Cabaña, un local que queda en Altamira.  Los muchachos “pa´ La Cabaña” y Franca a su cama.

A las tres y media de la madrugada un sobresalto la despertó. Una punzada en el área del corazón le hizo tocarse el pecho. Giovanni fue lo primero que pasó por su cabeza somnolienta.

***

A las cuatro y media de la madrugada del cinco de septiembre de 2009, Franca aún no sabía lo que había ocurrido. Continuaba llamando. Una y otra vez el mismo estribillo después del quinto repique: “Su llamada será desviada al buzón de mensaje al oír el tono. Piiiiiiiiiii”.

Alrededor de las cinco Kevin llegó a casa de Franca con la camisa llena de sangre. La sangre no era suya, sino de sus amigos, a quienes intentó ayudar antes de ir a buscarla. La orden que recibió Kevin fue de no decirle nada a la madre. Sólo estaba autorizado para decir que Yani había chocado, sólo eso.

Franca se montó en el carro de Kevin.

–¿Qué pasó? Dime la verdad por favor ¿están todos bien? ¿Dónde está Giovanni?

–Vamos a La Bonita– le respondió Kevin intentando mostrarse calmado.

–¿La Bonita? ¿Qué estaban haciendo ustedes allí?– preguntó Franca

Ella no era capaz de atar cabos. Sin embargo, sabía que todo estaba mal, aunque nadie quisiera decirlo.

–Fuimos para allá anoche. Ahí nos reuníamos cuando Jonathan Sirit vivía en Venezuela. Señora Franca, tranquila, Yani chocó, pero todo va a estar bien.

Cuando llegaron Franca vio el carro chocado y escuchó a la policía que le decía con todo el tacto que puede tener un oficial caraqueño:

–No pudimos hacer nada.

Ella seguía sin entender. ¿Cómo podía imaginar que habían asesinado a su hijo de seis puñaladas horas antes? ¿Cómo? ¿Cómo se imagina eso una madre?

***

Primer viaje

Franca Trezza podría ser calificada como una mujer muy dulce. De esas que terminan las frases con un “mi amor”, “mi vida”, pero no dicho como un saludo a la bandera, sino como una ternura real. Tiene el pelo corto, rubio, sus ojos son negrísimos, expresivos, tristes. No mide más de un metro sesenta, es robusta sin ser gorda, de piel muy blanca; un tipo clásico mediterráneo.

“Era un tipo con alma, transparente, auténtico. Mi único hijo”, afirma con una sonrisa forzada.

“Nació músico. Desde pequeño dejó claro cuál era su vocación; sin embargo, pasó por todo: beisbol, fútbol, natación, básquet, en esta última fue donde más duró, en parte para complacernos a nosotros. Una de las maestras de primaria me llama: ´Franca, lo tuve que separar del amiguito porque él, sin prestar mucha atención, entiende y sale eximido, pero el otro niñito es más lento y Giovanni lo desconcentra´ ¿Qué hace cuando lo pones solo en una esquina? Empieza a hacer movimientos como si tocara algún instrumento; pasa todo el día en eso…´”.

En ese instante recuerda cuando embarazada se sentaba a tocarle el órgano.

“Era un puente. Lograba conciliar las partes. Cuando entró al grupo Metrozubdivision la vacante que él ocupó (bajista) estaba libre porque los integrantes se habían peleado. Giovanni logró unirlos de nuevo.  Era alto, medía un metro ochenta y dos, flaco. Tenía una gata que era el amor de su vida, negra, le puso de nombre Mumu tal como le decía a una de sus novias. Era un humanista. En eso se parecía mucho a mí. Devoraba libros. Podías hablar con él de lo que fuera, siempre tenía algo que decir, cosas interesantes, profundas. Su tema favorito era la religión. Era ateo. Creía en el ser humano. Yo, sin embargo, soy muy católica. No era peleón. Para nada. Jamás llegó a la casa amoratado o sangrando. Él no sabía pelear. Su arma de combate era el verbo y sólo eso.”

Giovanni estaba estudiando Sociología en la Universidad Central de Venezuela. Al momento de su muerte había hecho un año de economía en la Universidad Andrés Bello y un semestre adicional en la Central. En el tercer semestre de Sociología fue preparador de estadística. Era un alumno aplicado.

Su tiempo libre lo dedicaba a la música. Era su pasión. Pasó por varios grupos. Primero estuvo en Skalofríos, luego en Khaos, Blackout, Zeitgeist, Despair, Drömdead y el último fue Metrozubdivision; todos encajaban dentro del género de la música industrial, una corriente que va a medio camino entre la electrónica y lo experimental. Sus orígenes se remontan a los años setenta. En su trabajo como solista Yani combinó el post punk en la primera mitad de la producción y dark folk en la última. Los dos géneros usan líricas y ritmos tristes, reflexivos, oscuros, estructurados sobre la plataforma de lo acústico.

A los diecinueve años, Giovanni decidió que no comería carne de ningún tipo, más nunca. Que sería vegetariano. Y así fue. Llegó a esa decisión al ver un programa de televisión en que se mostraba de qué forma mataban a los animales para el consumo humano. No quería contribuir con esa matanza.