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Hay partidos de fútbol al aire libre, bodas a la intemperie, misas que se celebran bajo la claridad del cielo, sin estructuras barrocas, ni púlpito. Misas que se convocan para recordar el dolor, para presionar la herida, para no olvidar la intensidad del sufrimiento, porque eso, justamente eso, hace pensar a la gente que no murió, que el dolor tiene el poder de mantener vívido el recuerdo.

Este cinco de mayo de 2010, a ocho meses del asesinato de Giovanni, el lugar de los hechos, el lugar donde cayó sangre sin motivo aparente, esa redoma siniestra de La Bonita, es el mismo que sirve de escenario para la ceremonia.

La redoma de La Bonita está formada por el recodo final de la calle La Guairita, justo en una zona del este de Caracas de clase media alta. La bordea un parque en el que se juntan columpios, máquinas para desarrollar músculos, una pequeña pista de trote, algunos árboles y varios banquitos de obra limpia.

Uno de los árboles sirve de techo a la mesa con mantel blanco y arreglos florales que sostiene, con restricciones de espacio, la biblia, el cáliz cubierto por un pañuelo y un portarretrato con la foto de Giovanni –Yani para sus amigos– sonriendo. Ese toldo, justo enfrente, no alcanza para cobijar a todos los presentes.

Los colores de la escena son importantes: una masa de jóvenes viste de negro y aguarda en silencio, llora y transpira. Cincuenta individuos –aproximadamente– con camisas negras rasgadas, incrustaciones metálicas en los rostros, tatuajes, ojos maquillados de negro, muy negro; una postura encorvada y apática los uniforma.

Franca y Tony reciben muchos abrazos esa tarde. Escuchan muchas palabras a medio terminar, muchos “lo siento” que con vergüenza salen frágiles de las gargantas de los que allí están.

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Segundo viaje

El arquitecto Tony Conte no necesita que le abran pista para hablar de su hijo. Acelera y no frena. Hay un goce evidente en ese deporte. No sabe por dónde empezar, por dónde terminar, simplemente se desboca. Habla desordenadamente. Pierde el hilo con facilidad y está consciente de sus desvaríos, así que constantemente pide asistencia a su interlocutor para que lo centre.

“Mi hijo era un tipo inteligente. Era una belleza. Franca y yo nos divorciamos cuando él tenía doce, pero siempre supo, le recalcamos hasta el cansancio, que quienes se habían separado éramos nosotros dos. Ahora vas a tener dos casas, le decía. Se trató de que esa decisión lo afectara lo menos posible. Franca es una gran mujer, de verdad que sí. ¿Una cosa curiosa? Mi esposa actual está embarazada. Cuando el médico hizo el cálculo de fecha para el nacimiento, me di cuenta de que se concibió cuatro días antes de la muerte de Yani. La verdad no estoy emocionado con su llegada. Nunca va a ser lo mismo”.

La relación de Tony con su hijo era muy horizontal. Conversaban de todo. A pesar de la confianza, el señor Conte puso un dispositivo en el carro de Yani para poder rastrearlo satelitalmente: “A veces lo llamaba y le preguntaba ¿dónde estás? Y me decía mentiras. En muchas ocasiones tuve que morir callado para que no descubriera que le había puesto el GPS. Sin embargo, era obediente. Lo mejor del caso es que él siempre buscaba la manera de negociar y llegar a un acuerdo donde los dos ganáramos”.

“Con las novias era un buen hombre, demasiado bueno. Lo digo porque yo sí soy tremendo. Él tuvo muchas noviecitas, pero sólo dos novias serias: Jennifer y Cecilia, conocida artísticamente como Sexilia; es músico también, cantante”.

De pronto hace pausas largas, se queda con la mirada fija, perdida. Da la impresión de que despega, y después de unos segundos regresa.  Entonces lo hace de golpe: “Yani siempre estaba pendiente de mí y yo de él”.

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El 6 de septiembre se leería en algunos diarios del país que un joven de veintiún años había muerto de seis puñaladas en la urbanización La Bonita, con el siguiente mensaje: la causa del asesinato había sido una lucha entre tribus urbanas, góticos versus reguetoneros. Eso no fue lo que ocurrió.

Algo que ninguno de los presentes ese día puede aún descifrar desató la violencia. El odio. La locura. La historia de esa noche comenzó como cualquier reunión ordinaria en una redoma de Caracas, un viernes en la noche. Yani y sus amigos llegaron primero, luego otros carros con jóvenes que ellos no conocían. Compartieron el espacio, pero sin relacionarse. Cada grupo estaba por su lado: tomando, hablando, escuchando música. De pronto el ambiente casual cambió.

Uno, dos, tres, cuatro, hasta veinte puñaladas repartieron esa noche los que llegaron después, entre las tres y media y las cuatro de la mañana del cinco de septiembre de 2009, hace un año ya de aquello. Nadie sabe cuántos (o no lo dicen) fueron los autores de esas cuchilladas. Sólo que fueron capaces de usar un cuchillo de cacería y penetrar una y otra vez cuerpos jóvenes que huían, que estaban de espalda.

Seis personas del grupo de Giovanni quedaron heridas, tres de ellas de gravedad. Tres pulmones perforados, una nariz rebanada, un espina dorsal a un centímetro de ser lacerada, ojos ensangrentados y una vida perdida. Esa, la que se fue, la que no pudo más, fue la vida de Yani.