ESPECIALES

Relatos suicidas:

Nos puede pasar a todos

El pánico de Ana

Por Sheyla Urdaneta

Cuando está cerca del hombre que la maltrata, Ana siente que se paraliza, que se ahoga. Se le entumecen las manos, transpira. Por eso piensa constantemente en quitarse la vida. Desde hace más de una década es víctima de violencia de género y abuso sexual por su pareja, un círculo en el que se mantiene atrapada. Quiere buscar ayuda, pero no sabe cómo

Ay, calidad de tiempo porque al sentimiento se le acaba el tiempo, calidad de vida porque ella herida no da el mismo beso.

Esta canción del cantante colombiano Silvestre Dangond sonaba aquel día a todo volumen en la calle de la casa de Ana*. Lo recuerda bien. Recuerda que su pareja gritaba el estribillo de ese vallenato que estaba de moda ese año, en 2008. Ella tenía 33 años y estaba tirada en la colchoneta de su cuarto, rota, sangrando, adolorida, derrumbada. Su marido había abusado sexualmente de ella delante de su hijo de tres años. 

Esa tarde asistieron a una fiesta infantil en casa de sus vecinos en el barrio donde viven, en la zona noroeste de Maracaibo, del estado Zulia. Este sector, solo tiene asfaltadas las calles principales, el resto son carreteras de arena. En algunas calles las casas tienen cercas construidas con bloques y en otras, las paredes y techo son de láminas de zinc, como la casa de Ana.   

A las diez de la noche, el hombre le dijo que se fueran a su casa y una vez adentro comenzó la violencia. 

—Yo me acuerdo de todo porque fue la primera vez. Las otras veces se me han ido olvidando —suelta Ana. 

El hombre regresó a la fiesta mientras ella lloraba y lo escuchaba gritar desde la calle la estrofa de la canción. En la casa, Ana no podía moverse, le dolía todo. Ella también había gritado y no sabe si afuera sus vecinos escuchaban cuando pedía auxilio. 

A partir de ese día, momentos como estos se han repetido incontables veces. Y desde entonces, ha pensado reiteradamente en cómo acabar con su vida.

***

Aquella noche del 2008 el hombre no volvió a la casa. Ana se enteró de que se había ido por ahí con otros vecinos a seguir la parranda. Los vecinos retomaron su cotidianidad al día siguiente y él regresó semanas después sin darle explicaciones.

Cuenta que más allá de los golpes, del dolor físico que le produjeron todas las lesiones en su cuerpo, le preocupó que le doliera el pecho. 

—Era un dolor pero como un susto. Como si me faltara la respiración, como si quisiera levantarme y no tuviera fuerza. Como si me estuvieran empujando para no levantarme. 

Desde ese año, desde entonces, esa sensación sigue en su cuerpo cada noche o cada mañana, a veces deja de sentirla, dice, pero siempre regresa. 

—Me doy cuenta cuando siento como si se me estuvieran durmiendo las manos, o el pecho, o el cuello y la cabeza. Ya sé que viene y me asusto. 

Entonces le provoca dormir para pensar. No despertar. 

—Pienso en tener una cuerda, en tener un cable, en tener un alambre. Pienso en cómo voy a poner el mecate en mi cuello, el cable o lo que tenga. Pienso en el palo de la enramada, el palo que puede conmigo, pienso en mí muerta. 

Es lo mismo casi siempre. Es lo que piensa una y otra vez, confiesa Ana bajando el tono de su voz. Carraspea. Hace silencio, y sigue: 

—Pero cuando me veo ahí, muerta, veo que mis hijos me ven y lloran y entonces digo: ¡no!, ¿qué estoy pensando? Ellos me necesitan. Ellos solo me tienen a mí. Y me dejo de esas cosas y me paro de la cama. 

Esta es la primera vez que Ana cuenta de corrido lo que le pasó. Sus vecinas, que la acompañaban cuando decidió hablarlo en voz alta, se sorprenden de todo lo que dijo. Fue como si expulsara todo lo que llevaba dentro, lo que la carcomía y que no contó por años. Se lo había contado a medias a algunas amigas de su barrio, pero nunca con tantos detalles sobre cómo se sentía. Esa tarde, la mujer de 46 años, hizo catarsis. 

***

Ana tenía 18 años cuando tuvo su primer hijo y 33 cuando conoció a la persona que hace que se sienta “enferma”, como ella misma describe a una pareja que percibe como un torturador. Es el padre de sus dos hijos menores: uno de 16 años y uno de 11. El mayor ya tiene 28 y ya no la acompaña, no vive en Venezuela. 

Ana sufre de una angustia que la atormenta. Se siente atrapada en un círculo vicioso del que no sabe cómo salir. Las vejaciones y maltratos sistemáticos le han vulnerado su autoestima. Dice que se siente disminuida. Sin voluntad de nada. 

—Mis hijos son los que me salvan. Yo intenté y he intentado muchas veces acabar con mi vida, pero desde la primera vez, cuando ya tenía todo listo, como si fuera Dios, mi hijo me gritó: “¡mami tetero!”, y yo dejé eso así, me bajé de donde estaba y fui a buscarlo. 

Cuenta que así ha sucedido las siguientes veces. 

—O ellos me llaman, o ellos me piden que les haga algo, o ellos me ven triste y no me dejan sola. Pero cuando llega el hombre ese, yo sé que al otro día yo voy a tener un peso en el pecho que no me va a dejar respirar, que voy a volver a pensar cosas feas y que voy a volver a pensar que yo no debería seguir viva. 

***

Por sus descripciones Ana, pareciera que sufre de trastorno de ansiedad y ataques de pánico que no le dan sosiego y la paralizan. Ella sabe que su estado emocional es muy inestable, pero no ha sido diagnosticada porque nunca ha hecho terapia con un psicólogo o un médico psiquiatra. 

Necesita ayuda, pero no sabe cómo pedirla. 

Sus preocupaciones y miedos son intensos, excesivos y persistentes en situaciones diarias. Con frecuencia, tiene sentimientos repentinos de terror que alcanzan su máxima expresión cuando piensa que su pareja puede llegar en cualquier momento a casa. 

Estos sentimientos son difíciles de controlar. 

Ana, siempre, se siente en peligro y al acecho. Una sensación que la oprime, la afecta, incluso, físicamente y no le da paz. 

El marido que la maltrata la amenaza. Ella no lo dice en voz alta, pero lo demuestra cuando le gana la angustia y si está en riesgo de que se conozca la identidad de su pareja o se cuele que ella contó a alguien lo que le sucede, se paraliza.

Las semanas o meses en las que él no aparece por el barrio, que los vecinos no lo ven en otro barrio cercano o que no coinciden con él en el mercado donde trabaja, Ana está tranquila. Esto lo cuentan Rosa y Carmen, dos de sus amigas del sector con las que trabaja como apoyo cuando llegan las cajas CLAP -cestas de alimentos del programa de distribución alimentaria del Gobierno-, cuando hay que censar familias para donaciones de materiales de vivienda, cuando toca organizarse para la vacunación y cuando hay que hacer trámites para registrar a quienes quieran sumarse al Sistema Patria. 

Los días en los que nada se sabe de este hombre, a Ana se le ve tranquila “buscando a Dios”. Porque si no hay CLAP busca hacer cualquier trabajo a cambio de arroz, harina, “o cualquier producto que sirva para hacer comida”, dicen Rosa y Carmen.

Antes trabajaba en una panadería, después en una zapatería y después como ayudante en un puesto de mercancía en el centro de la ciudad.

—A veces andamos las tres juntas y Ana se ve tranquila. Pero si alguien le dice que vieron al hombre, se le va el color de la cara —asegura su amiga y vecina Rosa. 

Sus amigas se dan cuenta cuando el que la maltrata estuvo en su casa porque al otro día tiene marcas en la cara o en los brazos. 

—Cuando está rascado (bajo efectos del alcohol) le da por donde la agarre. Aquí lo han intentado linchar, pero ella lo defiende —comenta Carmen. 

Ella dice que le ha repetido varias veces que no se deje golpear, que no lo deje entrar a la casa, que lo amenace con la Policía, pero Ana se queda callada. 

—Yo solo sabía que la golpeaba, pero no que ella se quisiera matar. 

Rosa la interrumpe y dice que ella sí lo sabía, que se lo dijo una vez el hijo menor y que ella habló con Ana. 

—Ella me juró que no lo iba a intentar más y cuando la veo que no quiere hablar le digo: “Ana, mírame, respóndeme. ¿Hasta cuándo vos váis a dejar que ese hombre te pegue? ¿Hasta que te mate? Si te mata, los muchachos tuyos van a sufrir”, y entonces me dice: “no, yo no voy a dejar que me mate, los muchachos me necesitan”.

***

Cuando conoció “al hombre ese”, como lo apoda Ana, ella tenía 28 años y su hijo mayor 10 años. Recuerda que entró a la panadería donde ella trabajaba, él pidió dos panes dulces, un refresco y cuando se fue, el muchacho que estaba en la caja registradora le dijo: “Ana, te lo levantaste. Te dejó plata para que compréis lo que queráis, y un papelito”. 

Cuando lo abrió estaba anotado un número de teléfono.  

—Lo llamé. Le dije que era la de la panadería. Nos hicimos novios y en ese tiempo él vivía con una mujer y criaba a sus muchachos. La dejó porque ella tenía un amante y me fui a vivir con él.

Dos años después Ana tuvo su primer hijo con él, el niño que la acompañaba el primer día que la violó, y en 2010 nació el segundo. 

—En un tiempo me le perdí y él también se perdió. Ahora volvió hace un tiempecito, me hizo promesas y, ajá, yo le creí. Nada ha cambiado. Él sigue siendo el mismo y yo vivo con el susto en el pecho y con esos pensamientos negros que me dan miedo cuando estoy tranquila, pero que siempre están allí. Sigo siendo la misma pendeja que se quiere morir. 

***

Ana nunca ha denunciado a su maltratador y nunca ha pedido ayuda. 

—Ya son cada vez menos las veces que el hombre viene. Creo que este año no se le ha visto por aquí, pero a lo que se lo nombran, ella tiembla —cuenta su amiga Carmen. 

Las amigas describen a Ana como una mujer guerrera, trabajadora, que ama a sus hijos y que cuando asume un compromiso lo cumple. 

—No es problemática. Si ella tiene que ayudar a las fundaciones que a veces vienen a dar comida, ella ayuda. Si tiene que repartir las cajas CLAP, ella también ayuda. Eso sí. Si la ofenden no se deja, saca las garras —dice Rosa. 

Carmen agrega: 

—Pero cuando viene el marido se deja golpear. Se queda petrificada. 

Ana tiene sembrado el miedo en el cuerpo. Después del encuentro donde contó su historia para este especial, aceptó conversar con una psicóloga como un primer paso para recibir ayuda. Pero no asistió a la cita. Le huye a abrirse con un especialista sobre su situación, así como le huye a hablarlo con otros.

La organización de la sociedad civil dedicada a la promoción y defensa de los derechos de las mujeres, Mulier, está dispuesta a dar apoyo a Ana y atenderla. Esperan que se presente en la próxima cita porque el apoyo, el seguimiento, el dejarse acompañar puede mantenerla a salvo del “hombre ese” y hasta de ella misma. 

*El nombre de la protagonista fue cambiado para proteger su integridad