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Cuando cae el telón nos damos cuenta de que seguimos en la calle. Que hemos pasado más de una hora escuchando el cuento de Giselle. Es obvio que ella lo articula de otra manera y su relato está nutrido por preguntas de los escuchas que súbitamente cambian la línea argumental. Pero Giselle sabe usar el lenguaje, atrapar la atención, generar expectativa, hacer silencios elocuentes como puntos suspensivos en la cornisa de un edificio. Lo que acabo de escribir para ustedes, aunque tenga todos los artilugios necesarios de la ficción, es la verdadera historia de esta mujer contada con la altura literaria que se merece. Es la trascripción adornada de un relato oral sobre una historia que la misma narradora no sabe si es o no verídica. Una historia de la calle, contada en la calle por una mujer dueña de una elegancia que se resiste a ocultarse tras esa facha de recicladora, que una vez termina de hablar se levanta del andén donde hemos asistido al cine para ver una cinta que le hubiera gustado ver al mismísimo Igmar Bergman, y me sonríe con dulzura.

— Ahí le dejo esa inquietud, señor periodista —me dice, ya sobre la marcha, dándome la espalda pero mirándome de soslayo, con cierto devaneo cinematográfico también.

Me dice adiós con su mano sin huellas y se marcha con paso de desgano tropical. Y me quedo allí, alelado como los indigentes que la escucharon junto a mí, pensando en escribir para ustedes todo esto y poder terminar con las palabras de ella: ahí les dejo esa inquietud.