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Cree llamarse Giselle Campoalegre. Cree tener cuarenta y cuatro, y ser bogotana. Y cree, también, que sobrevivió a un accidente aéreo pero no sabe a cuál. Todo eso dice que cree, y está convencida de que algo ha de ser cierto. Sus compañeros de camino le dicen La siempreviva. De camino, digo yo, para nombrar esa horda de miserables que deambulan por la ciudad con la casa al hombro como cangrejos ermitaños. Mientras me cuenta El Cuento, sentados en un andén del centro de la ciudad, al menos cinco indigentes más se han arrimado a escucharla. La conocen, claro está, pero quieren oírla una vez más por el sólo placer de alucinar con la historia de nuevo, de salirse con la imaginación de su desdichado destino de legionarios del fin del mundo. Todos están tan concentrados y divertidos con las palabras de Giselle, que es fácil adivinar que se sienten en cine, viendo una película de Jacky Chan, por ejemplo. Como niños en el teatro, aferrados a sus sillas, que de vez en cuando se atreven a conversar con el héroe o el villano. Porque aquella historia tiene acción, drama, dolor e injusticia, tamizado todo aquello por un cedazo tejido con fino humor negro, inclemente, que a veces raya en la perversidad. Lo más impresionante de semejante cuento es la urdimbre literaria que lleva implícita. Porque Giselle construye y reconstruye esa historia con retazos de recuerdos, o trozos de la imaginación, de tal suerte que jamás afirma nada.

— No puedo asegurarlo, porque tengo amnesia. Eso dicen los médicos —dice, y es lo único que dice con absoluta certeza.

Una escuela literaria debería usar la infalible técnica narrativa de Giselle para enseñar a nóveles narradores. Y si así fuere, supongo que alguno de los relatos sería más o menos así:

* * *

Los médicos me han dictaminado amnesia el día de hoy. Creo que tienen razón. Ignoro si lo que les voy a contar es producto de la imaginación, o de algunos pequeños relámpagos de memoria que insisten en construirme un pasado. Como es obvio, la mayoría de los detalles se me escapan, cosas circunstanciales que sin embargo no logran alterar el drama central de mi relato. Lo único que puedo decir es que tengo, o creo tener, recuerdos muy vívidos de un accidente aéreo del cual salí ilesa. Ahora mismo no podría decir si haber sobrevivido fue mi bendición o mi condena. A veces me sorprendo a mí misma por la cantidad de palabras que manejo y la información que tengo. Me sorprendo porque desde que me acuerdo vivo en la calle: soy una indigente más de esta ciudad fría e inclemente, que si en el pasado tuvo una vida con más comodidades, hoy en día prefiere la calle por elección. Es el único lugar que me ha recibido con amor y me ha aceptado con mis problemas, mis saltos al vacío y mis incongruencias.

Lo que contaré a continuación, lo sé porque me lo han referido personas de la calle que me vieron aparecer repentinamente en su mundo. Esa versión, aunque no tenga certeza de ella, es la más consistente de todas cuantas he tejido y por eso quiero atenerme a ella. Confieso que hoy poco me importa la veracidad de tales hechos, pero no deja de divertirme el juego de construir un pasado novelesco que, además, podría resultar cierto. Al fin de cuentas, nadie hasta el momento ha aparecido para desmentirme o reconocerme. Poco me importa ya lo que pasó porque me habitué a la calle. Tengo un compañero que me ama y con él disfrutamos andando como gitanos en esta metrópoli de sorpresas. Así que, a los que piensen que soy una oportunista, les digo que no estoy buscando retribuciones de ningún tipo. Hace tiempo dejé de vivir con la ilusión de encontrarme de frente conmigo misma; desistí porque no podía seguir viviendo el presente en busca de un pasado incierto, porque en la búsqueda de mi identidad fui maltratada como ser humano, y porque me enamoré de las únicas personas que me brindaron su apoyo.