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Me dice que cuando terminamos comimos pollo en Cali mío, y que luego me llevó a la pensión donde se quedaba, en la calle 23 debajo de la décima. Recuerdo con vaguedad lo del pollo y la llegada al edificio. Aquello bullía de gente como si no fueran las cuatro de la mañana sino la primera hora hábil de un juzgado. Cuatro pisos inundados de personas en las escaleras, en los pasillos; salían de lo que parecían apartamentos pero todo el edificio era una enorme pensión habitada por trabajadores de la calle: hablo de jíbaros, de prostitutas y homosexuales, de vendedores y pedigüeños, de rateros y otros criminales que saludaban a Pepe con naturalidad. En el piso tres estaban los más íntimos, que comenzaron a preguntar por mi presencia. Pepe les contó nuestro encuentro, les dijo que a partir de ese día yo sería su socia porque la prosperidad estaba conmigo y con “ese papelito que tiene”. Entonces saqué el papel, que me fue arrebatado por los más interesados, dando comienzo a una tormenta de conjeturas sobre mi procedencia. Pepe dice que fue un hombre apodado Pinocho quien pudo hacer una versión aceptable de cómo había sucedido mi extravío. Dice Pepe que Pinocho dijo que cuando llegué a El Dorado hice algo que no estaba en el plan. A lo mejor entré al baño antes de llegar a migración, y me perdí de las personas que estaban al tanto de la situación. Que luego salí del baño sin saber por qué estaba allí y fui caminando por donde no debía hasta llegar a la calle; y que entonces, lamentablemente, había cortado para siempre con el pasado y los hechos que me produjeron la amnesia.

La conmoción que causó mi presencia en aquel edificio duraría una hora, no más. Una hora de especulaciones, de risas, de fantasías y de planes con el dinero de la supuesta indemnización. Luego se fueron armando grupitos que comenzaron a conversar sobre otros asuntos más importantes para ellos. Y después de aquella barahúnda ya no quedó nada para mí. El bendito papel había desaparecido. A partir de entonces recuerdo mi vida con absoluta claridad. No dejo de pensar en los dioses griegos, en los mismos que enloquecieron a Ajax hasta hacerlo tomar venganza contra un pocotón de reses indefensas pensando que lo hacía contra el ejército de Aquiles. Como si con la pérdida de la última evidencia de mi pasado hubieran quedado satisfechos de su deber cumplido, con una sonrisa de soslayo y algo de compasión para mí. “Desde ahora que lo recuerde todo”, habrán dicho. De ser cierto todo aquello, esto que les he contado según la versión de Pepe antes de caer en Gamínedes para siempre, la única explicación que tendría para lo que le pasó a esa pobre mujer, a esa Giselle que recién despertaba de un estado de shock, supuestamente a mí, es que soy un experimento de los hados.

La desesperación que me embargó cuando supe irremediablemente perdida mi identidad logró conmover la tensa tranquilidad que se vivía en aquella guarida.

— No sé quién ni para qué se robó mi papel, pero tiene que aparecer —grité en la mitad del pasillo.

Pepe hizo algunas indagaciones en todos los pisos, pero en la medida que aparecían los supuestos culpables de tan infame robo, brotaban peleas malditas a cuchillo, gritos de espanto y amenazas, tropeles de puños estrellándose rabiosos contra el aire, como si fueran elocuentes palabras de un jurista de la Corte Suprema defendiendo la honradez de un inocente. Uno de aquellos sospechosos, que se había defendido como una bestia acorralada, la emprendió contra mí con palabras que no quisiera transcribir textualmente:

— Mire, señora, el único avión que usted conoce se llama Pepe y usted ni cuenta se ha dado todavía —dijo, más o menos así, y todo el escenario estalló en carcajadas.

Pepe me llevó a su cuarto, bajó de la cama una de las espumas que hacían de colchón y tendió las dos camas. En ese momento me di cuenta del cansancio que llevaba encima. Ignoro cuántas horas llevaba despierta.

Si era verdad lo del papel, que ahora no sé si existió, entonces yo venía de un país extranjero en donde me atendieron como una víctima; a lo mejor estuve en un hospital por dos o tres días y luego me empacaron para Colombia con ese bendito papel y un par de chaperonas encargadas de todos los trámites necesarios. Me dormí pensando que no debía tener familiares ni amigos, porque nadie fue por mí hasta esa otra ciudad, que ignoro si se trata de Nueva York o Madrid, como suelen hacer con víctimas de un accidente aéreo. A lo mejor era una comerciante solitaria, apenas conocida de un puñado de socios comerciales. Pensaba que la hipótesis de Pinocho podría resultar cierta, porque es fácil salir de cualquier aeropuerto por un lugar distinto a migración. Es fácil querer equivocar la salida, o equivocarla por torpeza, y de repente estar caminando por la pista, por ejemplo, cosa que durará un minuto a lo sumo porque la seguridad se encargará de sacarlo a uno a la calle mientras se clavetean por el radio que una loca burló las barreras. También he pensado que todo aquello es una invención mía, que yo misma diseñé ese laberinto infranqueable, esa trampa perfecta de la imaginación. Que ni siquiera me llamo Giselle, que me volé de un sanatorio a donde me internaron familiares pobres que no podían hacerse cargo de mí. Y que había enloquecido en una covacha con piso de tierra, en alguna ladera tugurial por donde surcaban el firmamento diariamente los aviones. Seguro soñé con viajar desde muy niña, y siempre que pude leí sobre las ciudades, revisé mapas y estuve colada más de una vez en el aeropuerto, en la zona internacional, de donde ya habrán perdido la cuenta de cuántas veces me han tenido que sacar. Seguro seré La loca de la pista. Porque de otra manera no me explico mi conocimiento del tejemaneje de un aeropuerto, ni mi recuerdo sobre ese pasillo largo que precede a los funcionarios del DAS que sellan la entrada al país; ni esos destellos primaverales sobre el lago artificial del parque El Retiro en Madrid, o la vitrina en forma de hangar de la estación de Atocha.