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Pepe me despertó a las dos de la tarde. Estaba enjuagada en sudor porque mal soñaba con un descampado repleto de cuerpos mutilados, y un reguero de ropa tirada por el piso que se perdía hasta el infinito.

— Pinocho tiene una buena idea —me dijo Pepe.

—  ¿Apareció el papel?

— No, pero Pinocho trajo a un amigo que nos ayudará.

Juan de Dios es un hombre que roza los cincuenta ahora. Había sido administrador de empresas en su temprana adultez y tenía una forma de saber quién era yo. Juan de Dios también vivía de la calle pero no era drogadicto. Lo fue por poco tiempo, dice, pero lo suficiente para salir del establecimiento por el shut de basuras. Poco quiere hablar de su pasado, no le gusta que le pregunten y está lleno de amor. Todos lo quieren de verdad, y a veces no falta quien diga que es un corazón con patas. Juan de Dios quería ir conmigo hasta la registraduría para que me identificaran. Buena idea. Por lo general, las personas de la calle son las menos prácticas, se enredan en cosas diminutas porque desconocen el funcionamiento de casi todo, pero en el arte de la sobrevivencia con poco o nada son los mejores. Cuando salí del cuarto me encontré frente a frente con Juan de Dios que no quiso mirarme a los ojos. Pinocho, en cambio, llevaba su rostro iluminado, completamente feliz de lucir su imaginación para solucionar problemas. Le sonreí agradecida. Pepe me prestó su toalla y me dijo que en el segundo piso estaba la ducha. Para Pepe yo era su programa del día: incluía baño, almuerzo con pescado, visita a la registraduría, identificación positiva, recolección de rosas en el cementerio Central, arreglos florales y distribución a los clientes de los bares del norte.

Pero en la ducha me di cuenta del sello definitivo que ponían los dioses griegos sobre mi pasado. Mis huellas dactilares no existían. Las palmas de las dos manos estaban consumidas por lo que parecían quemaduras recientes. ¡Dios santo! Me acurruqué a llorar sin consuelo, dejando que cayera el agua sobre mi cuerpo, sin poder entender por qué me cerraban tan abruptamente toda comunicación con lo que fue mi vida. Me sentía entonces, y me siento ahora, como alguien que reencarnó; pero quienes tenían a su cargo cerrar la puerta de todos los recuerdos a mi nacimiento lo olvidaron, dejándome a merced de innumerables dejavús y una buena dosis de pesadillas y malos recuerdos que se repiten con cierta periodicidad.

Juan de Dios insistió en que fuéramos pese a la ausencia de líneas y huellas. Me aseguró que había otros métodos para identificar personas, habló de la ciencia, de medicina atómica, reactores nucleares, el mapa genético del hombre, las pruebas de ADN. Cuando terminé de vestirme y salí del cuarto, me conmoví mucho al ver a Pepe, Pinocho y Juan de Dios esperándome juntitos al pie de la puerta. Creo que fue en ese momento que empecé a desinteresarme por saber cosas de La otra, aceptando con resignación, con algo de dicha, la nueva vida que me abría sus puertas con tanta facilidad. Ahora pienso que soy una mujer fuerte, sicológicamente hablando, porque hubiera podido enloquecer para siempre, paseando por la ciudad en busca del tiempo perdido, preguntando a los viandantes si mi rostro les era familiar. O soy una loca muy inteligente, si es que fui yo quien inventó todo este mecanismo tan preciso para lanzarle un portazo a un desagradable pasado.