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en la construcción del Camp Nou, el ahora mítico estadio sede del Barcelona Fútbol Club, que en esa época se acababa de inaugurar y aún le faltaban algunas obras. Mi tío insistía en que me quedara. Mi opción de trabajo, simbólicamente, era en la construcción de un estadio. Yo dije no. Lo decidí así y me embarco. Llego a Venezuela a bordo del Venezuela un catorce de marzo de 1958. Tenía 24 años. Ya son cincuenta y dos acá”.
El repique de un timbre interrumpe el relato. Su mascota, una cocker spaniel, ladra con desespero a un mensajero en la puerta. Llobregat se excusa y lo atiende. Pero antes:
—¡Venezia!, ¡Venezia! Deja el alboroto, chica.

***
Vicente Llobregat no es un hombre alto, tal vez no pase del metro setenta y tres. La proximidad de sus setenta y ocho años no se nota. Luce fuerte y saludable, algo lógico luego de tantos años obligado a mantener las condiciones físicas necesarias para hacer carrera en el arbitraje. Durante veinte años siguió religiosamente su rutina de asistir a los entrenamientos, luego de la jornada laboral, dos veces por semana, martes y jueves, durante dos horas entre las siete y las nueve de la noche. Solo variaba a veces la locación: unas eran en el Estadio Olímpico, otras —la mayoría— en el viejo Estadio Nacional de El Paraíso que luego sería remozado y convertido en el Brígido Iriarte de hoy. Estiramiento, gimnasia, caminar, trotar, correr y otra vez trotar para cerrar con prácticas de respiración son los ejercicios con los que buscaba adquirir resistencia física y velocidad, ambas aptitudes las más importantes para desarrollar las condiciones físicas de un árbitro. Tal vez por esa constancia en su preparación Llobregat siempre salía muy bien evaluado cada vez que le practicaban el Test de Cooper, exigido por la FIFA para los árbitros internacionales, prueba que mide la capacidad aeróbica de la persona al poner al máximo su aptitud física, respiratoria y cardiovascular. “Condición excelente” siempre era el resultado del examen de Llobregat.
Su inicio como juez de fútbol fue azaroso. Jugaba como mediocampista izquierdo del Hércules de Alicante, en España, y en un partido local se lesionó la rodilla izquierda. Rotura de meniscos y ligamentos cruzados. Después de varios meses pudo empezar a correr, pero no a mucha velocidad; no podía patear con fuerza la pelota. Cada vez que lo hacía se le inflamaba la rodilla, cojeaba. En Venezuela lo intentó de nuevo y jugó un año para el Taurina, un equipo distrital en la temporada cincuenta y nueve-sesenta. Las limitaciones que le producía la vieja lesión afloraron. Dejó de jugar. Su amigo Marcelino Sánchez, presidente de la Asociación de Fútbol Distrital, le dijo que si amaba tanto el fútbol por qué no lo intentaba con el arbitraje. A Llobregat le pareció una buena idea. Así se inició en el oficio en 1960.
“Y quién diría que llegaría a un Mundial”.

***
Eran las seis de la tarde del quince de junio de 1974. Estadio Olímpico de Munich. Cincuenta y un mil espectadores. El juez principal, Vicente Llobregat de Venezuela, intentaba mantener la serenidad, a pesar del ensordecedor ruido, para concentrarse en su labor. Sonó su silbato. Al hacerlo se convertiría en el único venezolano que ha dirigido un partido oficial en un Mundial. Comenzó el partido Italia versus Haití. Mazzolla, mediocampista italiano, atravesó la mitad de la cancha e hizo un pase a Facchetti quien subió por la banda derecha. Facchetti hizo centro y el propio Mazzolla recibió frente al arco. Dispara. Francillon, el arquero haitiano, tapó y generó un peligroso rebote que finalmente despejó el defensa Auguste.
El juego colectivo de los azurros mejoró con el transcurrir del primer tiempo, pero la portería haitiana, custodiada por un magnifico Francillon, se hizo impenetrable para Italia.
Llobregat señaló tiro libre a favor de los antillanos. Pelotazo al área. Despeje de cabeza de un defensa italiano. Recibió Emmanuel Sanon, el delantero estrella del equipo. Disparó. El italiano Dino Zoff la sacó y demostró por qué es imbatible. Primera jugada de peligro de Haití.
Se escuchó el silbato de Llobregat. Finalizó el primer tiempo. Italia, cero. Haití, cero.

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Guayabera azul, pantalón gris y mocasines negros. Usa un reloj de oro y plata en su muñeca izquierda. Para Llobregat los relojes son un objeto indispensable. Le obsesiona el tiempo. “No hay que ser ligero con el tiempo, mira que pasa rápido”. Saca una carpeta con viejos artículos de prensa de sus épocas de gloria. Su rostro revela orgullo y picardía. Revisa con detalle los periódicos amarillentos. Una reseña con el título “Llobregat impecable”, de El Comercio de Quito, elogia su actuación en la semifinal de Copa Libertadores del dieciocho de abril de 1971, entre el Barcelona de Guayaquil y Estudiantes de La Plata de Argentina. Una nota de El País de Uruguay destaca el “excelente trabajo del árbitro” al referirse a la labor del juez venezolano en la semifinal de la Copa Libertadores en la que se enfrentaron dos grandes, Palmeiras de Sao Paulo y Nacional de Montevideo, en el estadio Monumental, el dieciocho de mayo de 1971. El Correio paulista, a pesar de la derrota del equipo brasileño, resalta el “bom trabalho” de Llobregat.
Ese sería sólo el comienzo de un fructífero recorrido como árbitro internacional. Más de 15 partidos entre semifinales y finales, de Copa Libertadores de América. Son tantas historias. Son tantos partidos.
Las imágenes adquieren movimiento y Llobregat entre asombrado y conmovido no puede dejar de gritar: “Ese soy yo, ese soy yo, ese soy yo”, al verse a sí mismo en una copia en video del partido que arbitró en Alemania 74.
“Jamás olvidaré ese día. Recuerdo cada detalle de la magistral jugada que concluiría en el primer gol”.