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Ricardo David Páez peleaba cada pelota como si en ello se le fuese la vida. De esa forma recuperó el balón a unos treinta metros del área. Soltó el pase y Gabriel Urdaneta descargó toda su furia de su pierna izquierda sobre él. Fue un martillazo a la base del palo izquierdo de Munúa, quien no era tan espigado como Angelucci. Silencio casi total; se amplificaba el grito eufórico en las cabinas de prensa venezolanas donde los más de sesenta acreditados no podían creer lo sucedido. Perplejidad era la palabra para definir aquel ambiente. Venezuela había marcado el primer gol. El Centenario era un cementerio. Abajo, Juan Ramón Carrasco, vestido de negro, se llevaba las manos a la cabeza. Los cien venezolanos eran una tormenta tropical en medio de aquel mar calmo de franelas celestes. Gritaban, brincaban, cantaban con locura. Era un sueño, ese gol valió el pasaje.

Había tiempo para que los uruguayos enderezaran la historia. Era apenas el minuto diecinueve, pero el panorama no parecía cambiar. El fútbol no fluía, los futbolistas carecían de ritmo, al tiempo que la irreverencia vinotinto tomaba forma. Parecía correr al lado de cada jugador y rasgarse la camiseta en cada ataque. Las jugadas iban y venían, el control del balón era de los visitantes. Uruguay estaba asfixiado, ausente, se desvanecía en la grama.

En la cancha, aquella pedantería sureña que alimenta las rivalidades en el continente parecía diluida. “Los vi moralmente abatidos después el gol”, confesaría después Leopoldo Jiménez, quien pese a sufrir un corte en el labio mantuvo la total disposición para seguir en cancha durante el resto del cotejo.

Luego del descanso, las baterías parecían recargadas en ambos frentes. Ortubé ordenó el inicio de los restantes cuarenta y cinco minutos. El público comenzó su tarea. Aupar al equipo de casa con cantos, banderas e incluso por el sistema de audio interno. Durante dos minutos los uruguayos pensaron que el empate y la remontada estaban cerca. Venezuela no perdió el aplomo, incluso generó un par de ocasiones de gol, y en el lado uruguayo comenzó a crecer la tensión. Las cosas no salían de acuerdo al ambicioso plan de arrase delineado antes del partido.

Darío Rodríguez y Gonzalo Sorondo, los defensas uruguayos, no atinaban. Al primero le faltaba rapidez en la marca y el segundo lucía perdido. Las fichas de Carrasco fallaban. Chevantón lucía intrascendente en la delantera, Forlán reclamaba a sus compañeros y los gestos eran obvios. Los minutos pasaban y la Vinotinto se apropió del medio campo. Manejaba el balón a placer.

En una jugada de contragolpe Venezuela anotó el segundo gol. Rondón, que era una pesadilla, le abrió las puertas de la gloria a Héctor González, quien, con su tanto, hizo palidecer los rostros de los asistentes al estadio, que comenzaron a abandonar sus puestos rumbo a la salida. Era un gesto de evidente reproche. Uruguay estaba entregado desde el primer gol. “Olé, olé”, a favor de Venezuela. La gente silbaba, los cambios fueron criticados, la Celeste estaba perdiendo. El marcador indicaba Uruguay: cero, Venezuela: dos. Había que confirmarlo constantemente, la gente no se lo creía.

Todo el orgullo, toda la tradición de la camiseta sureña quedó regada en la grama del estadio. La fiesta venezolana no culminó ahí. Una jugada entre González y Arango culminó con el tercer y definitivo tanto. La estampida fue total, unas veinte mil personas salieron del recinto en menos de cinco minutos, según registros oficiales. Angelucci agitaba los brazos. Richard Páez tenía una amplia sonrisa dibujada en su rostro. La banca vivía con emoción aquel momento. El público que se atrevió a presenciar el juego completo aplaudió a los visitantes.

Carrasco mostraba su desesperación. Como nadie, pedía el término del encuentro. Así lo confesaría luego del pitazo final. La Vinotinto celebraba. Un reportero osó tomar un fragmento de grama para llevárselo como recuerdo a su Caracas natal.

El jugador Carlos Bueno intercambiaba camisetas con un venezolano y recibió el reproche de sus compañeros celestes, quienes le arrebataron la franela vinotinto para tirarla al suelo. Aún en la derrota la soberbia era imborrable.

La salida en tropel del estadio para tomar el vuelo de regreso no impidió prolongar la celebración vinotinto: “El cielo no es celeste/ hoy se te oscureció/ hay sólo tres estrellas/ te las regalo yo”, cantaban los aficionados en el autobús, que en su recorrido eran saludados por los cabizbajos seguidores uruguayos.

La foto que dio la vuelta al mundo marcaba un cero a tres contundente en la pizarra electrónica del Centenario. Aquel aviso del futbolito celeste, aquella cultura del desprecio, aquella afrenta sostenida que durante tres días había puesto a prueba el amor propio de esos once jugadores dio paso a caras largas y maldiciones lanzadas al aire. La garra tuvo esa noche un matiz vinotinto. Todos los pronósticos e incluso los más íntimos complejos quedaron enterrados para siempre.

Antes de subir al avión, Richard Páez habló sobre el futuro de Venezuela en la eliminatoria mundialista. La sonrisa se desbordaba de la comisura de los labios

­–Ahora ya saben que Venezuela sí existe –dijo.

Hans Graf hizo este texto para el taller El pulso y el Alma de la Crónica organizado por Cigarrera Bigott en junio de 2009