Seleccionar página

Aquel aviso fue la estocada que completó la faena informativa de la noche anterior. El desayuno perfecto que haría tambalear la autoestima de los jugadores caribeños y que seguramente subiría el rating de la empresa de televisión por cable que patrocinaba el aviso.

Gabriel Urdaneta, Leopoldo Jiménez y el propio Richard Páez leyeron el aviso. Otros miembros de la delegación también le habían puesto el ojo. Era una suerte de imagen que resumía lo que se venía diciendo y escribiendo en los medios, lo que se comentaba en la calle, en las grises aceras de Montevideo, en el Mercado, en el Balneario de Pocitos, en los chiringuitos para comer carne. Era el sumario del desprecio; la humillación hecha imagen.

El arquero Rafael Dudamel, un jugador con amplia experiencia en equipos colombianos y argentinos, supo que ese aviso pretendía poner a prueba la autoestima del plantel. Aquel “letrerito”, como el mismo lo definió, era parte de un repertorio de viejos trucos de los países del sur del continente. Dudamel no vaciló en señalar que esa publicidad generaría mucha más fortaleza en el grupo de futbolistas venezolanos. El simple hecho de ver tanto despliegue despertó la sospecha: ¿Estaban preocupados los uruguayos?

En horas de la noche Richard Páez quiso que la selección entrase sin formalidades a familiarizarse con el terreno. Cada jugador fue ingresando al estadio por la puerta contraria a la tribuna Colombes. Un reducido grupo comenzó a realizar fut-tenis, mientras que al borde de la cancha algunos curiosos presenciaban la sesión. El grupo de arqueros entrenaba la vista de algunos periodistas ubicados en las antiguas banquetes de cemento de la tribuna América. Todos, por orden del cuerpo técnico, habían ignorado la solicitud de los uruguayos para que entrenaran con zapatillas de goma y no con los tacos de fútbol. En el fondo los mediocampistas hacían ejercicios de estiramiento y golpeaban un esférico muy distinto al del día del partido. Era el momento pautado para el reconocimiento de la cancha y Páez insistió en librar de tensión el ambiente. Napoleón Centeno, coordinador de logística de la Federación Venezolana de Fútbol, negociaba la prolongación del tiempo de reconocimiento, el cual, por voz de un encargado que se aproximó a la concentración, había sido recortado media hora.

Esa noche todos los noticieros seguían anunciando el inminente triunfo de Uruguay. Era imposible imaginarse otra cosa en medio de aquella marea; cualquier resultado distinto al triunfo celeste era una utopía.

En su cuarto, Alejandro Moreno y Jonay Hernández hablaban del asunto. Jonay le confesó a Alejandro que estaba ofendido por todo aquello. Acostumbrado a la rectitud de la liga escocesa, donde jugaba con el equipo Glasgow Rangers, Jonay sentía, como los demás, la necesidad de cobrarse la afrenta del aviso de futbolín, del episodio del reconocimiento de cancha, de los programas de televisión. “Incendiaron mi orgullo”, declaró después de escuchar a un especialista pronunciar una frase lapidaria: “Mañana de sobremesa vamos a beber vinotinto”. Hasta ahí llegó la paciencia de Jonay. Quería venganza. Su rabia contenida sólo esperaba el pitazo inicial del árbitro René Ortubé para explotar.