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Richard Páez transmitió calma a los jugadores y les dijo que el único objetivo era ganar. En medio de la borrachera triunfalista de los uruguayos, el estratega venezolano parecía tener una fórmula secreta. La historia estaba en contra: Venezuela nunca había ganado en los nueve juegos disputados en el Centenario por Eliminatorias y apenas había marcado tres goles contra treinta y tres recibidos, pero el técnico insistió en romper esa racha. Para él la Vinotinto era la metáfora del orgullo nacional y ese era el mensaje antes de irse a dormir. Había que pensar en las posibilidades propias y no en el juego del rival, aunque él ya había identificado los puntos débiles del esquema uruguayo.

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Cincuenta mil localidades habían sido vendidas. Pese a la situación económica que se vivía en Uruguay, la gente se animó a ir. Iba a ser la resurrección de la Celeste. En boca de todos, a modo de chiste, estaba la respuesta a la pregunta sobre el segundo avión que había hecho el empleado de aduanas. El propio Juan Ramón Carrasco, técnico del equipo uruguayo, habría hecho mención a ella, señalando que nunca había visto ese segundo avión en el que la Vinotinto se iba a llevar sus goles.

Uruguay estrenaba camiseta. La marca alemana Uhlsport había confeccionado un uniforme de lujo. En aquella derrota de 2001 en Maracaibo, la Celeste también había salido a la cancha estrenando indumentaria y se topó con una caída inesperada.

El estadio estaba repleto, la pantalla encendida, en una tarde fresca que pintaba un panorama festivo para los locales. Rafael Dudamel experimentó al máximo la tensión al salir del túnel. “Mi corazón lo sentía ancho, pero estaba seguro”, dijo, aunque le correspondió ver el juego desde la banca igual que a Ruberth Morán, quien no vaciló en encomendarse a Dios. A Gilberto Angelucci le hervía la sangre, mientras que Juan Arango se lo tomó con calma, siempre acostumbrado a los escenarios repletos de aficionados. Gabriel Urdaneta sólo tenía en la mente cumplir con el objetivo del triunfo.

Richard Páez tuvo que dirigir desde la tribuna por suspensión. En el campo, Napoleón Centeno recibía las instrucciones a través de un radio portátil. La motivación se podía palpar en ese diálogo distante. Unos cien venezolanos brincaban con sus banderas y sus caras pintadas, mientras que el Centenario esperaba impaciente el comienzo del juego que devolvería la confianza a la Celeste y catapultaría a Juan Ramón Carrasco como estratega de la selección. El árbitro principal del partido hizo el sorteo y dio el pitazo inicial. El estruendo fue total. Los siguientes noventa minutos marcarían para siempre a ambos bandos.

Convencido de su superioridad, Uruguay había salido a imponer su juego. En cada avance, el corazón del cuerpo técnico y la banca pasaba constantemente de la quietud al sobresalto. Pese al orden defensivo, Uruguay estuvo cerca de anotar, aunque siempre se topó con los bastiones defensivos que representaban Alejandro Cichero y José Manuel Rey. Al voltear la mirada se podía divisar al estratega venezolano dando órdenes a través de la radio. Abajo Centeno corría y en la cancha la presión aumentaba. El estadio estaba en efervescencia.