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Así que, a tono con el socialismo, el sufrimiento dentro de los vagones del Metro de Caracas es igual para todos. Todos pasamos calor. Todos viajamos hacinados en las horas pico. Todos nos calamos el mantenimiento eterno de las escaleras mecánicas. Todos hacemos colas para usar un torniquete. Todos somos desalojados de los vagones cuando presentan fallas. Todos padecemos los retrasos. Pero pocos reclaman. Sólo cruzamos entre nosotros miradas de descontento. Y ya. Estamos acostumbrados.

Hay preocupaciones mayores, según escucho a mi alrededor. “Qué va. Eso es muy caro”, le reclama una mujer de aspecto descuidado, bajita y pasada de peso, a una compañera. “Eso se consigue más barato”, acota. Un hombre canoso, de unos cinco años, jeans y camisa de rayas comenta: “Anoche los calambres no me dejaron dormir… Y esa pastilla que me mandaron no se consigue”, dice mientras su amigo intenta abanicarse con el periódico, que lleva por título de primera página: “Alimentos aumentaron 32% en los últimos 6 meses”.

De los trabajadores del gobierno identificados con carnet o uniforme no he logrado escuchar reclamo alguno durante estos percances. Pero de los ciudadanos sin identificación sí. Y a cada rato. “Este Metro no quiere servir para media mierda”, le escucho decir a un pasajero cuando nos desalojan del vagón en la estación Colegio de Ingenieros. “Chico, si estaba funcionando perfecto. Hasta aire tenía”, le dice su compañera. Cierto. Éramos privilegiados y no lo sabíamos.

Pero el Metro es así, impredecible. De los cien minutos de retraso diario en promedio que registra por fallas, alguno nos tenía que tocar. Aun así –y allí lo más cómico de todo- es que nadie se atreve a tomar el transporte superficial. Todos esperamos el próximo tren. Molestos, pero lo esperamos. No sólo por un tema de costo. Sino porque -a pesar de todo- siempre es posible llegar más rápido en metro. Aparte, nos ahorra la angustia de pasar cuatro horas diarias encerrados en el tráfico o la molestia de toparnos en un estacionamiento con el cartel “No hay puesto”. Así que errado no estuvo quien lo bautizó en la década de los ochenta como “La Gran solución para Caracas”.

Y bueno… A decir verdad, tiene sus salvedades. Hay quienes aprovechan el trayecto para dormir, sobre todo los que vienen de Los Teques. O para leer, así sea a hurtadillas el periódico del pasajero de al lado. Aún es posible ver un poco de civismo del caraqueño en cuanto a la limpieza del espacio. Y de cuando en cuando, logras escuchar alguna buena interpretación musical de los grupitos que han invadido los trenes, en busca de una ayudita y un gesto de receptividad.  Así que, ni modo, aquí nos quedamos.

El primer tren pasa, pero viene repleto. Llega otro: igual. Y siento que la gente se impacienta.Señores pasajeros, se le agradece su máxima colaboración. En breves minutos arribará otro tren al andén, se escucha decir por los parlantes. En mi espera veo entrar, con dirección a Propatria, el tren rotulado de blanco con la inscripción de letras en rojo que dice “Moral y Ética Socialista”. Un momento de reflexión me permite reconocer que −en estas circunstancias y con este calor− no tengo moral ni ética y menos una pizca de socialismo.