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A las cuatro y media de la tarde el Metro de Caracas es un monstruo en calma. El gusano de acero se desliza, sin mayor novedad, a un máximo de cuarenta y cinco metros por debajo de la superficie, a lo largo de las veintidós estaciones de la Línea 1. Al menos, eso parece. Me subo en la estación Altamira con dirección a Propatria, como cualquiera de los 1,8 millones de usuarios que a diario utilizan el sistema. Consigo puesto. Un vagón con aire acondicionado. Y un tren sin fallas. Todo por el precio de 0,5 bolívares fuertes o el equivalente a un cuarto del pasaje del transporte superficial. Ello gracias a la política socialista que mantiene el boleto del subterráneo congelado desde junio de 2006.

Parto de lo que podría llamarse el reducto de la clase media. De la única estación donde se puede conseguir un stand para adquirir computadoras a crédito. O una venta de perfumes de contado. Que goza de accesos limpios y despejados de buhoneros o mototaxistas. Pero que no se salva de la invasión de propaganda política, aunque esté ubicada en territorio opositor. Es así. Ni los metros y metros que nos alejan de la superficie sirven para abstraernos de la realidad.

Se nota que el rojo lo tiñó todo. La emblemática letra M naranja que identificó a la empresa por más de veinte años cambió por una estrella roja y un eslogan que reza: “Motores a máxima revolución”. Los uniformes que dejaban ver la diferencia de jerarquía entre cada trabajador poco a poco se han ido unificando con chalecos rojos. Lo único que aún sobrevive es la franja de colores de los vagones, como símbolo de tolerancia. Pero ese detalle desaparecerá en el año 2012, cuando lleguen a Venezuela los cuarenta y ocho nuevos trenes traídos de España. A partir de allí, el metro será “rojo, rojito”, como diría el ministro Rafael Ramírez. Y a quien le incomode, no tendrá otra que tomar su camionetita a un costo cuatro veces mayor.

Miro los afiches de mi alrededor que otrora servían para publicitar Mantequilla Nelly, Lavadoras Condesa o Toallas Sanitarias La Mía, y ahora sólo veo propaganda de misiones. Memorable aquella que dice “Más que amor frenesí” junto con la imagen de Chávez cargando una niña. Cómo olvidarla. Observo muchas cajas luminosas vacías y el resto con mensajes de organismos del Estado. Veo pintas en los asientos hechas con marcador negro que le recuerdan a Chávez que “sea varón” (como le dijo Uribe en una cumbre presidencial) o que culpan a Globovisión de promover el odio. Y me convenzo de que aquí la división viaja silenciosa, latente, sin pagar su ida y vuelta.