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Hace unas semanas atrás el presidente de esta república, en medio de sus múltiples acciones contra la Polar, amenazó con mandar a la Guardia Nacional a detener a los camiones que reparten cervezas en los barrios, bajo la premisa de que “Venezuela no es un burdel”. Si en efecto esta es la razón, la pregunta inevitable (ya no en términos políticos, sino meramente urbanos) es ¿por qué no mandó a detenerlos también en la avenida Casanova, en la Francisco de Miranda, en la Rómulo Gallegos, en la San Martín, en la segunda transversal de Los Palos Grandes, en la calle Colombia, en los alrededores de Miraflores?

Una posible respuesta sería que a esas zonas, y a la trama urbana reconocida como “formal”, las ve como una gran zona de tolerancia y las acepta como tal, lo cual sería un buen indicio: la ciudad es un espacio para la libertad, para el movimiento, para el intercambio. Pero me temo que la respuesta no es esa y, peor aún, temo que la pregunta tampoco. La pregunta, que nos empuja a seguir pensando en Caracas como dos ciudades, quizá sería ¿cómo fue que un presidente autocalificado de revolucionario terminó coincidiendo con la visión que de los barrios tiene el más rancio conservadurismo caraqueño, que piensan que esas zonas son y seguirán siendo pobres porque la gente que las habita bebe mucha caña? Y tal vez la respuesta sea que, así como las doñitas de clase media se refugian en la idea idílica de que el Ávila es Caracas, el caballero, cuando salga de la presidencia, se imagina caminando por la sabana y colgando su chinchorro a la vera de un río… ¡ni de vaina se imaginan viviendo en un barrio caraqueño!


[1] El dato lo ofrece Leopoldo López, ex alcalde de Chacao, en su conferencia “Búsqueda y construcción de la movilidad que merecemos”, presentada en el Seminario Internacional de Movilidad y recogida en el libro Presente y futuro de la movilidad urbana, ¿Cómo moverse mejor en las ciudades latinoamericanas? (Alcaldía de Chacao, 2009)