Seleccionar página

En el marco de esa visión cabe el discurso de “las dos ciudades”. Por un lado describe dos realidades urbanas ciertamente contrastantes, pero al mismo tiempo, desde el lenguaje, las funda y eterniza. A pesar de que los barrios tienen forma urbana, tipologías claras de vivienda, actividad económica, y a pesar de que muchas urbanizaciones fueron “planificadas” desde la pura arbitrariedad, sin vocación de estar conectadas con nada, sin mixtura que las enriquezca, se seguirá hablando de la una como “ciudad informal” y de la otra como “ciudad formal”.

Pongamos un ejemplo en relación con este mito: en los barrios las escaleras son un medio fundamental y, por tanto, espacio de intermediación, signo de acuerdo entre pares, vínculo público; por el contrario, en la inmensa mayoría de urbanizaciones construidas en colinas no sólo no existen escaleras sino que en muchos casos sus aceras, cuando existen, son caprichosamente discontinuas (lo que habla en un caso del reconocimiento de una movilidad fundamental, la peatonal, y en el otro, de su supresión o arrinconamiento). En cada barrio muchas de sus viviendas tienen fachada comercial o de servicio, inclusive algunas se constituyen (las que están más cerca de las vías vehiculares) en pequeñas industrias, lo que genera intensas dinámicas de movilidad y sociabilidad. Por el contrario, en muchas urbanizaciones formalmente diseñadas y legalizadas no existe ni una panadería, ni un café, ni un kiosco de periódicos, gestando a punta de soledades su ansiada “paz vecinal”. Allí, los que caminan (habitantes que salen a hacer ejercicio, pero también empleadas de servicio doméstico, albañiles, jardineros, vigilantes…), lo hacen a su riesgo por el borde de la calzada porque no existe otra opción. Sin embargo, seguimos llamando “ciudad informal” al barrio y pensando que esos desarrollos urbanos de clase media son parte de la “ciudad formal”. Dicho de manera caricaturesca: la decisión de que no existan aceras en las vías principales de un barrio y de que no existan en las del Country Club no provienen del mismo fuero.

Si el barrio ofrece una suerte de movimiento perpetuo (salvo en las horas y en aquellos sectores donde operan bandas delictivas), muchas urbanizaciones ofrecen lo contrario: un vacío, una inquieta tranquilidad. No obstante, para que el barrio construido por sus propios habitantes y la urbanización concebida por promotores inmobiliarios fuesen posible en sus dimensiones y peculiaridades actuales hizo falta algo en común: ausencia de Estado. En el primer caso porque delegó en la propia gente la satisfacción de su derecho a una vivienda y a un hábitat, sin regular, sin acompañar, y en el segundo porque el crecimiento urbano de Caracas ha dependido demasiado de la voluntad y capacidad de inversión de los promotores inmobiliarios, sin una planificación estratégica ni control estatal.

Vivimos en una ciudad que no reconoce plenamente a una de sus dos mitades urbanas, que no tiene planificación estratégica y que vive de un “modelo” de movilidad amparado en mitos, y ahora, además, polarizada políticamente.