Vivimos en una ciudad con demasiadas historias transformadas en mitos, y mitos que sirven de instrumentos para suplantar la realidad de la que emanan, construyendo una ciudad mental con demasiados cercos y fronteras. Una ciudad entendida desde una casuística que termina por generalizarlo todo, excluyendo matices y atentando contra las posibilidades de su imperiosa transformación.
Pongamos un par de ejemplos. Si un día a alguien lo atracan en el bulevar de Sabana Grande, ese acontecimiento tenderá a convertirse en verdad absoluta: “Ya no se puede andar por el bulevar porque te atracan”. Se dirá entonces que, hagan lo que hagan, ese espacio está condenado. Se evocará el viejo bulevar, sus bondades comerciales y bohemias, y aunque los hechos demuestren lo contrario se asumirá irreversiblemente muerto. Si alguien que camina por una acera cae en uno de sus infinitos huecos y con suerte sólo se parte una pierna se dirá: “No se puede caminar por Caracas porque si no te atracan, sales herido”. Ciertamente las señales de esa realidad nos dicen que abramos los ojos, que vayamos con cuidado por nuestras calles, pero no anulan su viabilidad, palabra que debe entenderse en sus dos acepciones: vida, vía.
Lo dicho me lleva a una digresión. Se trata de un anuncio publicitario que circuló pocos años atrás. La imagen principal en contrapicado era un tablero de basketball con un bloque de viviendas de una zona popular como fondo. Del aro colgaban unos zapatos maltrechos que entre sus dos suelas gastadas construían la palabra clemencia. El eslogan decía: “La ciudad no está hecha para caminarla” y luego “Vívela a tu manera, Renault Clío, no te bajes”.
Según el estudio de movilidad de la Alcaldía Metropolitana (2005), la realidad es que en Caracas cerca de diecinueve por ciento de los viajes diarios se hacen a pie, apenas cinco puntos menos de los que se hacen en vehículo particular (veinticuatro por ciento). Y en transporte público poco más de cincuenta y siete por ciento. Por mucho que, mitos mediante, el modelo que se nos ha vendido como bueno y apetecible es el de “moverse en carro particular es más cómodo, rápido y seguro”, la terca realidad se impone. Pero si a esos datos le sumamos que los vehículos particulares ocupan más de las tres cuartas partes de nuestras vías[1], comprenderemos que esos mitos sirven de sustrato anímico y político para esta asimetría brutal. Son mitos instrumentales que auspician un modelo de ciudad que lejos de integrar desintegra, lejos de incluir excluye, lejos de democratizar promueve hegemonías totalitarias.