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La más básica, que arranca manualmente y produce novecientos cincuenta vatios, cuesta de mil doscientos a mil quinientos bolívares. Si las necesidades se inclinan por la automática, entonces el precio se triplica: desde cuatro mil se paga por las que generan mil vatios de electricidad. Pero si las posibilidades le dan para la que funciona con tanque de propano, entonces el cheque hay que hacerlo por siete mil bolívares para tener una planta que genere tres mil quinientos vatios de energía.

Para Ángel, cada vez que retumba, una planta en su mostrador de prueba en sus oídos se transforma en una agradable música metálica.

Poco le preocupa el tiempo que vaya a durar la crisis, siempre y cuando él pueda seguir vendiendo. “Uno busca cómo resolver, sino mira cómo nosotros lo hicimos”, y recuerda que en diciembre cuando cumplió años, se fue la luz mientras picaban la torta. Le dio tanta risa que cantó de nuevo el cumpleaños feliz en la oscuridad, prendió las velitas otra vez y con el brum, brum de la planta que retumbó hasta la sala, pudo prender la música y siguió la fiesta.

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En las calles de Mérida, el fenómeno natural El Niño es más un chiste que el causante de sus males. Los más osados acompañan su apurado café de panadería en medio de discursos técnicos y posibles soluciones. Que si una planta termoeléctrica en El Vigía; que si la reparación de turbinas del embalse Santo Domingo. Un gabinete popular espontáneo que se ha hecho experto a la fuerza.

Las bromas y los chistes se alimentan del sabor callejero. El mismo con el que trabaja Antonio Becerra. Atiende un puesto de perros calientes y hamburguesas, desde las cinco de la tarde hasta la una de la madrugada, en una movida esquina frente al célebre viaducto Campo Elías, donde los suicidas intentaban su vuelo final hasta que la municipalidad cerró esa posibilidad con un techo.

Muy cerca de la bombona de gas con la que mantiene hervidas las salchichas y hace humear la jugosa carne, Antonio hizo el espacio para la planta eléctrica, “el motorcito rojo” de seiscientos vatios que ilumina su negocio cada vez que los postes de luz mueren por dos horas con el apagón nocturno.

Su brillante carrito de aluminio refleja la luz de tres estratégicos bombillos que cuelgan de cables improvisados. Uno que alumbra la plancha de cocinar, otro que alumbra la caja registradora y el otro que ilumina las mesitas para que la clientela coma tranquila y sin apuros.

Sus reservas de papitas y salsas se acompañan de otra guarnición menos aromática: la gasolina que guarda disfrazada en un envase de detergente. Pero el olor de la carne recién sazonada se impone. Tiene la ayuda de una brisa fría que recorre la amplia avenida. Los vapores de la gasolina tampoco le son extraños a los restaurantes callejeros que viven al margen del tráfico.

Desde su punto de sabor observa el crucigrama de carros que se arma en la vía de semáforos desorientados. A ratos, cuando los caminos se congestionan, Antonio salta como un fiscal espontáneo y aligera los destinos de los conductores, que se mueven con cautela entre acuerdos tácitos para que las carrocerías se mantengan en pie. Cornetazos y cambios de luces son la norma antes de cruzar cualquier esquina.

Antonio vuelve a su esquina y recibe a los que traen hambre. Canta fuerte y claro los vallenatos con los que sazona un “con todo”. Aunque dice que el ruido de la planta no le afecta, le da toda la potencia al pequeño radio de baterías que ni se inmuta ante la interferencia que retumba a su lado. El motorcito encontró su competencia.

“Con música pasa mejor la cosa. La gente viene, se come algo y después se van pa’ su casa sin remordimiento porque saben que tienen que subir escaleras. ¡Es que este gobierno da para todo, hasta pa’ rebajar!”, lanza Antonio con sabroso humor y bastante claridad.

Dos amigos que esperan su perrito “pura papa” estallan en risa. Comen sin prisa y de una vez piden los otros. Probablemente el perrero tenga razón y tengan que subir escaleras. O en el camino a casa puede ser que la caprichosa luz llegue y se quede.