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Pero el altar de los santos que la mamá de Pedro mantiene encendido no entra en las restricciones. La virgencita está alumbrada con velas, día y noche, sin saber de combustión, chispas o cortos circuitos.

Con cada corte de luz nocturno, la planta entraba en acción. Pero la concentración de Pedro se esfumaba con el motor que ruge a centímetros de su silla. Decidió trabajar en la sala, aún con la amenaza constante de visitas de vecinos que no tienen planta y que interrumpían a cada tanto. Además, su nariz no sólo resoplaba ante respuestas absurdas de estudiantes poco aplicados. También tenía que sacar de su olfato el oxígeno invadido con los vapores de la gasolina carburada que encendía la energía de su casa. Era como enseñar en medio de un taller mecánico lleno de clientes.

El calendario se agotó y, sin darse cuenta, Pedro dejó de notar la planta. El ruido se fue mimetizando con los demás sonidos de la casa. “Lo que no me gustaba mucho era tener gasolina en la casa pero se hizo necesidad”. Y como tal, la sumó a su lista de provisiones.

Hace un recorrido cada quince días hasta la bomba de gasolina que queda a menos de cien metros de su casa. Pero tiene que ir en carro para poder abastecerse. “Llenamos el tanque y depende de cómo esté la cosa le pedimos un extra. Ellos ya saben pero a veces no pueden dárnoslo. Lo que hacemos es tener listo el envase con el embudo en el puesto de copiloto para llenarlo rápido”.

Que sea disimulado, piden los bomberos. Pero a pesar de los carteles que empapelan las bombas de gasolina con la prohibición expresa de vender combustible en envases o pimpinas, la distribución a particulares se impone. Al margen de la legalidad, algunos bomberos venden bajo condiciones que han ido poniendo sobre la marcha. No le despachan a nadie que llegue a pie, menos si son muchachos jóvenes y mucho menos si llegan en grupos. A los que se van recargados les piden la cédula de identidad, para por lo menos tener un efímero registro del nombre y la edad.

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Haciendo honor a su oficio, Pedro relaciona, hace analogías y explica como si fueran lecciones de física y química. Para los posibles compradores enuncia tres postulados básicos que él aprendió a fuerza de lógica. Cuatro litros de gasolina alcanzan para cuatro horas continuas de energía, si se usan los novecientos cincuenta vatios de la planta en toda su capacidad. Entendido.

“Tiene una palanca que halas para poner a andar el arranque igual al motor de una moto. Así como mantienes encendido un carro con la gasolina, así mismo produces corriente”. Entendido también.

Y con una imagen sencilla enseña lo más complejo. “El voltaje es la capacidad, algo así como el tamaño de la autopista. Mientras más ancha sea, más carros pueden pasar. Pero el amperaje es la velocidad que van a llevar esos carros. Juntos producen una fuerza que llamamos los vatios (o watts). Eso es lo que te va a dar la planta”. Entendido y aprobado.

Su vecina, Delia Ávila se preocupa más por las matemáticas de su presupuesto. Gastó novecientos bolívares en la planta, a pesar del olor a gasolina que la hace hasta vomitar. “Vivo sola, así que quedarme sin televisión o radio es fatal. Tuve que elegir entre lo menos malo”. Restó ochocientos bolívares por un tanque de agua, que se va cada vez que la bomba del edificio se queda sin energía. “Y para completar no uso el ascensor porque no sé en qué momento me puedo quedar encerrada, así que subo y bajo todo el tiempo por las escaleras”. También van unos kilos menos.

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Siguiendo el didáctico ejemplo, la autopista de voltios y amperaje que necesita Ada Flores para mantener su peluquería andando supera los diez mil vatios. Once días perdidos de trabajo en un mes casi la llevan a corto circuito. Ada pidió un préstamo para invertir en una planta automática que le garantizara que las rebeldes cabelleras de su clientela no quedaran a mitad de camino, gracias al inesperado apagón cotidiano. No precisa el costo de su inversión, pero Ada redondea la cifra por encima de los doce mil bolívares, los doce millones de los de antes.