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4.

Quiero encontrar las palabras, tenerlas. Es el mejor recuerdo que podría pedir. Mi viaje no ha terminado, no. Voy frente al árbol de nuevo, me arropo. A los cinco minutos estoy alucinando muchísimo más que antes. Ante la oscuridad se proyecta una luz frente a mí, siento que es un camino hacia el árbol, que está iluminado y moviéndose de nuevo. No puedo pararme, pero me veo saliendo de mi cuerpo y siguiendo el camino, espero seguir amarrado a la soga. Al llegar al árbol entro al cuarto oscuro de mi memoria, quito las capas. Allí consigo las palabras, no todas, pero suficientes; las repito, las repito, las repito. Ya no las olvidaré. El trabajo terminó.

Siento de nuevo mi cuerpo sentado sobre la grama, pierdo el control y caigo acostado. Me retuerzo en el piso de placer, como si tuviera diez orgasmos al mismo tiempo. Aún estoy conectado con el árbol, yo mismo soy un árbol. Escucho las hormigas caminando sobre la grama a veinte metros. Otra vez mi cuerpo no es mi cuerpo, es algo más. Estoy con esa sensación de éxtasis por casi dos horas.

Luego sé que mis manos ya son mis manos, y entiendo que el efecto de la ayahuasca está perdiendo fuerza. Me doy cuenta de que puedo pararme y caminar, minutos antes siento que soy una planta cuyas ramas se extienden hasta el infinito. Intento ir hacia la fogata, pero hay mucha gente allí. Decido acercarme al otro lado, hacia la casa. En el camino me encuentro a Simón, es la primera vez que comparto con él, de hecho, creo que no nos caíamos bien, pero nos abrazamos, nos queremos; ninguno de los dos puede hablar. Siento como si litros de morfina estuviesen corriendo por mi torrente sanguíneo. Sergio también está cerca, con el poncho blanco parece el fantasma de un chamán, un chamancito. Luego nos diría que de las múltiples veces que ha tomado ayahuasca, esta fue la mejor, con Indios y Pam. Yo sigo feliz. Ya todos andan por ahí, despertando, despiertos. Han pasado casi ocho horas.

Decido no entrar a la casa. Me acerco a Martha y me acuesto a su lado. Qué ladilla que esta vaina te tranca el estómago, quiero tirarme un peo y no puedo, le digo. Balbucea algo ininteligible y me doy cuenta de que aún está en su viaje. No digo más nada y me quedo un rato a su lado. Aún escucho a las hormigas en surround.

Después me levanto junto con Martha y veo a Alexey, Simón y Sergio. Nos acercamos. Son como las dos de la mañana. Comenzamos a hablar de la experiencia para cada uno, todas muy diferentes pero muy personales. Siento las náuseas de nuevo. Creo que vomito más de diez veces en menos de una hora. Me alejo a algún árbol, vuelvo, sigo hablando y me alejo de nuevo a vomitar. No me importa. Sólo que si hubiese sabido que igual iba a estar mal del estómago, me hubiese metido par de empanadas en la arepera camino a Puerto Ordaz.

Aunque eso no importa, nada importa. Todo va a estar bien porque tengo las palabras. Pero no las voy a decir, se me pueden escapar de nuevo. Siento náuseas otra vez.

El viaje sigue.

Todos los nombres de este relato son ficticios, excepto el del autor, Sergio, Indios y Pam