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La luz roja se encendió y Gabriel frenó de inmediato en la esquina de Miguel de Cervantes Saavedra y Molière, en la exclusiva zona de Polanco en el Distrito Federal, la capital de México. Esa noche, la camioneta Journey gris era prácticamente el único auto detenido en esa esquina: eran las nueva y media de un caluroso martes primero de junio de 2010. Desde el asiento del copiloto, Himelda, la madre de Gabriel, observaba a los pocos peatones que caminaban por la acera. Acababan de salir de la tienda departamental Sam’s. Él había comprado las pastillas de alcachofa que estaba tomando para adelgazar y ella los comprimidos que usaba para dormir.

Segundos antes de que la luz verde se prendiera, Gabriel escuchó el motor de una motocicleta acercándose; luego el sonido de cuatro explosiones. Lo que siguió fue una lluvia de vidrios y esquirlas, y la confusión. Cuando Gabriel por fin reaccionó, la cabeza de su madre estaba sobre su hombro: un hilo de sangre corría desde su boca hasta la barbilla. Gabriel la abrazó y casi de inmediato pisó el acelerador.

Se dirigió hacia el Hospital Español, a la sala de Urgencias. Gabriel no duró mucho en la sala de espera. Diez minutos después de llegar al hospital, un doctor le dio la noticia: su madre había muerto. La causa: cuatro disparos de bala en el cuello y tórax.

Gabriel habló inmediatamente, mientras lloraba, con una amiga de su mamá. Le dijo que habían sufrido un accidente y que Himelda estaba muerta. No quiso o no pudo decirle más. Llamó también a sus tíos y a Rodolfo, el novio de su madre. Repitió que habían sufrido un accidente. Esperó la llegada de los agentes de la policía y se trasladó al Ministerio Público. Ahí, cabizbajo y en shock, contó lo que había sucedido.

Tras salir del Ministerio Público, Gabriel recibió una llamada de sus familiares. Su madre sería velada en la funeraria Lomas Memorial, en cuanto las autoridades entregaran el cuerpo. El funeral sería un día después, en Mausoleos del Ángel.

Decenas de autos de lujo estaban estacionados en el panteón. La mayor parte de los directivos del Grupo Posadas estaban reunidos para despedir a Himelda del Perpetuo Socorro Ugalde Burgos, quien trabajaba como directora de Recursos Humanos en el consorcio hotelero, uno de los más importantes de México.

En el panteón la mayoría de los asistentes le daban las condolencias a Gabriel. Él estaba serio. Un par de amigos se le acercaron, pero no le dieron el pésame. Sólo le preguntaron: “¿Éste era el “trabajito” que querías que te hicieran?”. Gabriel se puso pálido y, balbuceando, contestó: “No, no… cómo creen… cómo pueden pensar eso”. 

Al principio sus amigos pensaron que se trataba de un “trabajito” de índole sexual. Pero no: unas semanas antes, de manera casual, cuando Gabriel les había preguntado si no conocían a alguien que le hiciera “un trabajito”, había dejado en claro que su solicitud era en serio: “No va por ahí: necesito asustar a un cabrón que me está molestando”. Sus amigos –en los treinta, con dinero y buena posición social– le dijeron que estaba loco, que por supuesto no conocían a nadie que hiciera esas cosas. “Bueno, ya lo encontraré”, dijo Gabriel antes de cambiar de tema.

Para toda la gente cercana a ellos, Himelda era la persona más importante en la vida de Gabriel. Su padre había muerto pocos años antes y él, a sus treinta y tres años, aún vivía con ella en una casa en Polanco. Como no tenía muchos amigos, gran parte de su tiempo lo pasaba con ella. A lo largo de los años se había vuelto retraído. Gabriel trabajaba como empresario, pero su madre era la principal inversionista de sus proyectos y quien lo mantenía cuando éstos fracasaban, lo cual ocurría siempre. El último regalo que le había hecho era un carro Audi modelo 2007.

***

Gabriel le dijo a su familia que no soportaría vivir en la casa de Himelda. Le recomendaron que viviera un tiempo fuera de ella, en lo que sobrellevaba la pérdida. También que hablara con sus abogados para que ellos se hicieran cargo del proceso judicial y él no tuviera que preocuparse. Pero Gabriel hizo más que eso: se fue a vivir a un hotel en la zona de La Condesa –el barrio de moda en el DF–, y no sólo dejó la casa de su madre en Polanco, sino que sacó todo lo que había dentro. Guardó muebles, aparatos y demás propiedades en una bodega en una colonia pobre de las afueras de la ciudad.

El Ministerio Público lo citó a declarar un par de días después del asesinato. Gabriel no atendió ese requerimiento, ni los siguientes, a pesar de que sólo requerían que declarara cómo habían ocurrido los hechos. Las autoridades no tenían pista del motivo del asesinato: no habían robado nada, no hubo ninguna amenaza previa y, de acuerdo con las primeras investigaciones, Himelda no tenía enemigos. Pero era una mujer poderosa: la encomienda por parte de las autoridades hacia los policías era resolver el crimen pronto y con buenos resultados.

Gabriel vivió en el hotel cinco días, acompañado de dos escoltas, escondido. No contestaba el teléfono a nadie y sólo algunos familiares conocían su ubicación.  Los elementos de la Procuraduría del Distrito Federal comenzaron a buscarlo después de que no atendiera los citatorios. Necesitaban tener más datos para poder esclarecer el crimen. Después de varias pesquisas, lo encontraron mientras caminaba por Paseo de la Reforma, una de las calles principales de la capital mexicana. Tras una discusión con los dos escoltas que custodiaban a Gabriel, los policías judiciales lo llevaron para que declarara.

Las cosas se complicaron cuando, en el auto de Gabriel, encontraron una pistola calibre .38 especial. “Es de mi mamá, es de mi mamá”, repetía Gabriel a los policías, quienes pese a la resistencia, lo llevaron al Ministerio Público. Ya en el lugar, sus gritos sonaban en toda la estancia: “No saben quién soy, ¿verdad? No saben con quién se están metiendo y se van a quedar sin trabajo por tenerme aquí metido”. Tomaron su declaración mientras él seguía exclamando, molesto, que era una víctima y que no entendía por qué lo habían llevado ahí, si era su madre la que había muerto. “¡No quiero hablar de eso, entiendan. Yo también fui víctima, busquen al culpable!”, gritaba.

“Los ministerios públicos y los policías judiciales se sienten menos cuando llega una persona rica, e intentan soltarlos pronto”, afirmó una fuente de la Procuraduría capitalina. En este caso estuvo a punto de suceder lo mismo. Había cosas que no cuadraban, pero ante las amenazas de Gabriel y la presión silenciosa de los escoltas, que no se movían del lugar, los entrevistadores habían decidido soltarlo. Gabriel estaba a punto de irse, pero un agente de alto rango de la Procuraduría notó inconsistencias en la declaración. El agente corrió tras Gabriel, quien ya estaba a unos cuantos metros de la puerta de salida, y le pidió que regresara. “Son sólo unos minutos más, unas cuantas preguntas”, le dijo.

Entre gritos y protestas, Gabriel entró de nuevo al salón de interrogatorios. El agente insistió en las inconsistencias de la declaración que él había dado minutos antes. Gabriel comenzó a tartamudear; comenzó a dar explicaciones e hipótesis del asesinato de su madre: “Tal vez fueron los mismos del Grupo Posadas, tal vez sabía demasiado de cosas que no querían que se supieran”.

Se volvió un niño abandonado, sin respuestas: dijo que no seguiría hablando si no le llevaban a su perro, un schnauzer al que cuidaba como a un hijo. Comenzó a llorar y le pidió a uno de los agentes que lo abrazara. Los elementos de la Procuraduría sabían que Gabriel estaba a punto de decir la verdad, así que lo abrazaron, le dijeron que todo iba a estar bien, y le compraron un café que pidió porque tenía “frío y hambre”. Después de llorar y de pedir que no dejaran de abrazarlo, Gabriel habló. Dejó de lado el papel de junior prepotente y, sin levantar la vista de la mesa, comenzó a relatar lo que había ocurrido unos días antes.

***

Esta historia comienza muchos años antes, en la infancia de Gabriel. Sin hermanos, con sus dos padres siempre trabajando, desde pequeño trató a sus nanas, choferes y personal de limpieza como familia. A sus perros los incluía siempre en sus planes, y no tenía muchos amigos. Incluso en las vacaciones escolares, quienes se encargaban de él eran sus nanas, en caso de que no lo enviaran a cursos de verano fuera de la ciudad o del país.

Sus padres intentaban suplir esa ausencia con regalos, dinero, caprichos. Gabriel creció sin mucho afecto, pero a cambio obtenía casi todo lo que pedía. Eso no cambiaría a lo largo de los años, ni siquiera cuando sus padres se divorciaron. Seguía recibiendo atenciones, pero no cariño.

Al crecer, Gabriel descubrió una parte de su personalidad que lo confrontó con su madre: en la adolescencia supo que le gustaban los hombres. Y decírselo a su madre era impensable: Himelda siempre habló despectivamente de los homosexuales, los consideraba unos “desviados” y cada vez que en alguna conversación se tocaba el tema, hablaba mal de la comunidad gay.