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Gabriel iba a una cita con clientes y, al no encontrar un lugar dónde estacionar el auto, le dijo a Francisco que lo esperara arriba, que no tardaría. Cuando Gabriel salió de la cita no encontró ni a Francisco ni el coche. Minutos después la recepcionista del lugar salió a buscarlo. Le dijo que había hablado un tal Francisco que le había dejado un mensaje: que no se moviera del lugar, que le habían robado el Mercedes y que iba en un taxi de regreso.

Cuando Francisco volvió le dijo a Gabriel, entre lágrimas, que dos tipos armados lo habían asaltado y que no quería denunciar ante el Ministerio Público porque seguramente lo culparían a él. Gabriel lo abrazó y le dijo que no se preocupara, que cambiarían la historia para que eso no sucediera. Tras el supuesto robo, Himelda contrató dos escoltas para que protegieran a su hijo.

Días después Gabriel buscó a Francisco para pedirle un favor. Estaba desesperado porque no conseguía a nadie que le hiciera el “trabajito” por el que les había preguntado a sus amigos. “Necesito que me ayudes a conseguir a alguien para borrar a una persona que me está haciendo daño”.

La respuesta fue rápida y sin titubeos: “Sí, yo te puedo conseguir a dos”.

Francisco le pidió su teléfono celular a Gabriel y marcó un número. “Qué pasó compadre, te tengo un trabajo”, fue lo único que alcanzó a escuchar Gabriel antes de que él se alejara. Un minuto después regresó y le entregó su teléfono. “Quiero 200 mil pesos”, le exigió. “Está bien, va”.  Quedaron de verse el lunes 31 de mayo al mediodía en el centro comercial Reforma 222, ubicado en el centro de la ciudad y donde hay tiendas muy exclusivas.

Al llegar, Gabriel le pidió a sus guardaespaldas que lo esperaran afuera. Cuando encontró a Francisco, éste estaba acompañado por un sujeto que se presentó como Aldo –en realidad se llama Alan Campos Ángulo, un expresidiario de veinte años acusado de varios robos. “Es él quien te va a hacer el trabajito, y son doscientos mil pesos”. “Está bien, te lo pago después de que esté hecho”. Se despidieron sin acordar fecha ni método.

De acuerdo con fuentes cercanas a la investigación, Gabriel ya había intentado hacerlo él solo: había colocado raticida en la comida de su madre, pero la cantidad fue insuficiente y ella debió pasar una semana en el hospital. En su trabajo y a su familia les dijo que había sido una intoxicación. Tal vez ella también pensó lo mismo.

Un par de horas después del encuentro, el teléfono de Gabriel ya estaba sonando. Aldo, desde el celular de Francisco, le pidió que se vieran ese mismo día en el supermercado Sam’s de Polanco, en el área de comida. Una vez más, Gabriel entró sin escoltas. Aldo le pidió que salieran y lo subió a un Stratus negro. Al volante iba una persona a la cual Gabriel no le vio la cara, pero que aceleró y comenzó a darle órdenes: “Mira, tú ven aquí al Sam’s después de las siete de la tarde acompañado por la persona que quieres desaparecer. Te metes a comprar algo y nosotros vamos a saber que con quien vengas es la que vamos a desaparecer. Ya después te subes a tu coche y tomas la calle Cervantes Saavedra hacia Molière, una vez que agarres Cervantes ahí vamos a ejecutar y ahí va a pasar todo”.

Lo dejaron enfrente del Sam’s y Gabriel le habló a su madre. “¿Dónde vas a comer?”, le preguntó. Quedaron de verse en un restaurante en la calle Palmas, cercana a Polanco. Gabriel le debía cuatrocientos mil pesos a su madre, quien había financiado uno de sus proyectos. Él le había prometido que ese día tendría el dinero en su cuenta, lo cual no ocurrió. Ella estaba seria y la comida fue tensa. Cuando terminaron de comer, ella se fue a su trabajo y él a su casa, a esperar.

Dieron las seis de la tarde. Le dijo a sus escoltas que podían retirarse. A las siete y cuarto llamó a Himelda para decirle que pasaría por ella a su trabajo para ir a comprar unas medicinas. Ella aceptó.

En el camino recibió una llamada de Aldo: “¿Qué pasó?, te estamos esperando”. “Voy un poco retrasado pero no se vayan, espérenme, ya voy para allá”, le contestó. Llegaron al Sam’s y compraron las píldoras de alcachofa y las pastillas para dormir. Gabriel nunca vio a sus dos cómplices.

Salieron del lugar y él tomó la ruta que le habían indicado. Pensó que ellos se habían cansado de esperarlo y que ya nada sucedería. Segundos después escuchó el motor de una  motocicleta que se aproximaba. Estaban en el cruce de Molière y Cervantes Saavedra. Sonaron los disparos. Gabriel abrazó a su madre y se dirigió hacia el hospital. Lo que no había declarado antes es que avanzó muy lento y tardó quince minutos en recorrer un trayecto que, sin tráfico y con la prisa que era necesaria en ese momento, podría haber realizado en cinco minutos.

Gabriel aún estaba en el hospital, después de escuchar que su madre había muerto, cuando sonó su celular. Ya había hablado con sus familiares para contarles del “accidente”. Cuando contestó, la voz de Francisco sonó al otro lado de la línea. Le preguntó si todo había salido bien y le exigió poner una fecha para realizar el pago. Quedaron de verse dos días después, el tres de junio.

A la cita llegaron Francisco y Aldo. El segundo fue quien habló: “Todo bien, no hubo problemas, qué bueno que cumpliste porque si no te iba a pasar lo mismo”. Gabriel fue al banco y les pagó los doscientos mil pesos, producto del préstamo de dos amigos. Se despidieron y él les dijo que esperaba no volverlos a ver.

Al día siguiente comenzaron a llegarle a su celular mensajes de texto de Francisco que él califica de “raros” y “cariñosos”. Aunque pensó que no lo volvería a ver, el reencuentro sucedería días después, en las instalaciones de la Procuraduría capitalina, cuando todos habían sido capturados.

***

Fueron cinco los negocios que fracasaron. En el último, Himelda le había dado dinero a Gabriel para que pusiera una lavandería en Acapulco, “un negocio que no puede fallar”. Como en los casos anteriores, no sólo había fallado, sino que todo había sucedido en circunstancias sospechosas.

En cada negocio que emprendía, Gabriel se encontraba con dificultades que implicaban que su madre le diera más dinero. En casos pasados habían sido funcionarios que le pedían un soborno para dejar que sus negocios siguieran operando. En el de la lavandería, sus socios lo habían amenazado con golpearlo si no entregaba rápido el dinero para poder abrir el negocio.  Ante las supuestas amenazas, Himelda siempre lo apoyaba económicamente.

Cuando los agentes le preguntaron a Gabriel la razón por la que había mandado asesinar a su madre, él contestó: “Porque soy un fracasado y ella siempre me dio todo, siempre la hice sufrir y no quería que sufriera más. Pensé en suicidarme muchas veces, muchos años, pero eso sólo la hubiera hecho sufrir más. Así que decidí ahorrarle todo ese sufrimiento, sólo fue eso”.

Para la Procuraduría capitalina los motivos podrían ser distintos. El Fiscal de Homicidios, Joel Alfredo Díaz Escobar, en la presentación que hizo de Gabriel y de sus dos cómplices ante los medios de comunicación, señaló que una línea de investigación era que Gabriel pensaba quedarse con las propiedades de su madre, que incluían, además de las cuentas bancarias, propiedades en las ciudades turísticas de Acapulco y Cancún, además de la casa de Polanco y el seguro de vida que le otorgaba la empresa en donde trabajaba.

Ante la insistencia de los agentes del Ministerio Público, él siempre rechazó esa hipótesis. “El dinero no me interesa, ni siquiera sabía que tenía un seguro de vida. Y de verdad el dinero no me interesa, de hecho pueden hacer con las cosas lo que quieran. Incluso, cuando saqué las cosas del departamento, les di a mis tías algunas de las joyas que tenía mi mamá guardadas. Esto fue sólo por amor, para que no viera a su hijo seguir siendo el fracasado que siempre he sido. Demasiadas penas le había hecho pasar, esto fue sólo por amor”.

EPÍLOGO
El abogado que su tía –hermana de su madre– está pagando para que defienda a Gabriel legalmente está convencido de que él puede salir libre pronto. Aunque ha pasado casi un año del asesinato, el juicio aún continúa y el asesino confeso no ha recibido sentencia. Su abogado, quien trabaja para uno de los despachos más renombrados de México, se niega a que cualquiera que no sea él hable con su cliente. La razón: alega que Gabriel cometió el crimen en un estado de locura temporal.
En estos meses Granados Ugalde ha estado preso en uno de los reclusorios más poblados del Distrito Federal mexicano. Comparte una celda de doce  metros cuadrados con otras cuatro personas y afirma que la declaración que dio a las autoridades la hizo debido a que lo forzaron a ello. Ni el juez del caso ni el abogado han querido decir más.

Esta crónica fue publicada en diciembre de 2010 en la edición 85 de la revista Chilango, en México.