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El tubo que abastece este sector viene desde El Junquito, lejos de allí, en las afueras de Caracas, y no cuenta con la presión suficiente para que, quienes estén conectados a él, tengan agua. Petra Marcano de Gómez vive unos veinte metros más abajo que Jaqueline. La tubería de su casa está conectada a ese tubo y nunca tiene agua. “El agua no sube porque no tiene presión”.

Jaqueline, Petra y el resto de los vecinos de Séptimo Plan tienen que esperar a que el agua llegue a Sexto Plan para poder tener agua en sus casas. Bajan caminando hasta la toma más cercana con sus tobos vacíos, y regresan caminando con sus tobos llenos. Casi diecisiete por ciento de los hogares pobres del país tampoco tienen servicio de agua por acueducto, según el Perfil de Pobreza en Venezuela para el segundo semestre de 2007 realizado por el Instituto Nacional de Estadística, el último disponible. “Cuando estaba recién parida del más pequeño, tenía que subir cargando ese poco de potes. Ahora sólo tengo que bajar la loma y caminar unos diez pasos. Entre varios vecinos compramos una manguera, la pegamos a una de las tomas y la subimos hasta aquí”.

El agua llega a Sexto Plan cada veinticinco días. Cada veinticinco días Jaqueline llena sus tres pipotes, sus tres poncheras, sus treinta tobos y sus trece pimpinas.

En el lado derecho de la cocina hay una lavadora, una nevera, un microondas, una cocina de cuatro hornillas a gas y un comedor. “Esa es la cocina y el comedor que te dije que me compré con los reales que hice en dos noches en El Moderno y que guardé dentro de sus cajas en casa de D. Cuando construimos este rancho me traje todo eso para acá”.

El cuarto está separado de la sala por una pared de tablas de madera. Para entrar hay que atravesar una cortina de flores. En el interior hay dos escaparates de madera, un televisor, un DVD y dos camas. En una duermen Jaqueline y C.; en la otra, su hija adolescente y su bebés. Las paredes están forradas con cartones y periódicos. Del techo pende un móvil de cerámica con un par de guacamayas a todo color.

Afuera, en la parte de atrás de la casa, está el baño. Son cuatro láminas de zinc oxidadas que forman un compartimiento. El piso es de tierra y lo cubren con periódico.

Se duchan en la cocina, usando tobos, en una de las esquinas, justo al lado de los pipotes, poncheras y pimpinas. El agua jabonosa sale hacia afuera por un hueco que hay entre la pared y el piso. Un hueco por el que podría entrar  —sin ningún inconveniente—  una culebra, una rata, un gato y hasta un perro pequeño.

El que Jaqueline y su familia hagan sus necesidades fisiológicas sobre un periódico, se bañen en la cocina, no tengan agua y vivan en una casa de tablas de madera y láminas de zinc representa una privación de sus derechos y libertades como personas.

Esto, en palabras del economista indio y Premio Nobel de Economía Amartya Sen, significa que las personas no tienen la capacidad de hacer y ser. Las capacidades son los recursos (materiales, intelectuales, físicos, educacionales) que tiene  una persona para llevar a cabo ciertos funcionamientos. Los funcionamientos son los logros de una persona: lo que un individuo es y logra hacer en su vida.

Cuando una persona es privada de la capacidad de ser y hacer es pobre. En la casa de Jaqueline hay camas, televisor, DVD, nevera, lavadora y cocina, sí. Pero nada de eso le permite ser ni hacer lo que quiere, porque son precarias las condiciones de en las que vive —paredes y techo de láminas de zinc y tablas de madera, sin agua corriente, ni cloacas—. Eso hace que Jaqueline y su familia entren en los renglones de la pobreza de Venezuela.

Una pobreza que, por sus características, el Instituto Nacional de Estadística (INE) califica de extrema, de acuerdo con el método de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI). Los datos vigentes del INE revelan que, para 2008, ocho por ciento de los hogares del país vivían en pobreza extrema según el índice NBI, lo que equivale a casi quinientos sesenta mil  hogares en toda Venezuela.

Jaqueline no sabe que forma parte de esas cifras. Evita pensar en eso cada vez que baja la cuesta de su casa para llenar los tobos de agua, cada vez que ralla jabón azul para lavar la ropa, cada vez que los jeeps no pueden subir hasta su casa por las lluvias, cada vez que busca un periódico cuando tiene que ir al baño. Para ella, ser pobre tiene que ver más con todo esto que con un concepto o un porcentaje.

El camión recolector de basura sube hasta Séptimo Plan desde abril de 2008. Antes, al igual que en treinta por ciento de los hogares pobres del país según datos del INE, no tenían recolección directa de basura. Se deshacían de ella arrojándola por un precipicio. “La botábamos en un botadero en Quinto Plan o en un barranco, por donde pasa el Río Guaire. Por eso es que están tapadas las cloacas de Antímano, por toda esa basura”.

IX

Jaqueline se despierta todos los días a las siete de la mañana. Se baña, se embadurna de crema y le prepara a C. su vianda de comida para el trabajo.

Echa un tobo de agua en la lavadora, mete la ropa sucia, ralla jabón azul y la pone a andar. Entonces enciende la televisión. Ve el programa Arquitecto de sueños en Venevisión, “para saber cuál es la solución de sus problemas”. A las diez cambia a Televen  y ve Cambio de vida.

Cuando la lavadora se detiene, sube el volumen de la tele y se va para la cocina. Exprime la ropa y la mete en una ponchera. Arrastra la lavadora fuera de la casa, la inclina y bota el agua sucia. La arrastra hacia adentro y vuelve a hacer lo mismo: echa un tobo de agua, mete más ropa sucia, ralla más jabón azul y la pone andar nuevamente.

Luego llena de agua la ponchera donde está la ropa que exprimió y la enjuaga dos veces, hasta que no le queda nada de jabón. La exprime, la coloca en otra bañera y la pone a secar al sol sobre la cuerda que custodia la entrada de su casa.

“Si no tengo agua, me quedo viendo televisión o me pongo a limpiar el rancho: barro, paso coleto y recojo”.

A las tres de la tarde almuerza lo mismo que desayunó y se pone a fregar. Llena otra ponchera de agua y lava los platos allí. Los seca con un trapito y los pone unos sobre otros en la mesa del comedor. “En las tardes casi siempre me quedo aquí dentro. Si salgo, voy para el centro donde unas comadres o a Quinto Plan a visitar a unas amigas. Pero casi siempre me quedó aquí todo el día”.

Hay momentos de ese día en los que se para frente al espejo y dice cosas, dice un monólogo que aquí repite:

“De mi cuerpo me gusta todo. Menos las piernas. Las tengo muy delgadas. Me gustaría que fueran más gruesas. Quisiera tenerlas más rellenitas. A veces sí soy feliz, a veces no. A veces cuando no tengo melancolía. Cuando no pienso en mis hijos que están separados de mí. Cuando no vivía con este hombre y tenía real y los visitaba. Me enfiestaba y me compraba lo que yo quería: zapatos, ropas, botas. Todas las semanas me estrenaba algo. Me ponía ropa y zapatos bonitos. Ahorita no tengo nada de eso. La mejor época de mi vida era cuando trabaja en El Moderno. La que menos me gusta es ésta que estoy viviendo ahorita. Me pone triste no tener a mi familia completa. Mi sueño será llegar a los setenta años para ver a mis hijos grandes y a mis nietos. Y que la adolescente tan siquiera estudie, ya que los otros no quisieron estudiar. Y conseguirme un viejo que tuviera plata, que me compre una buena casa, salir de este cerro.  Me arrepiento de no haber estudiado. De haber estudiado, otro gallo cantaría. No tendría que depender de un hombre sino que yo misma me diera abasto para todo. Sin necesidad de tener un hombre. Hoy en día fuera una madre soltera y feliz. Tuviera un amante, pero no uno fijo en mi casa. Yo le digo a mi hija eso siempre. Estudie, míreme a mí adónde llegué. Ella sabe que yo trabajé de noche y que vendí hasta droga. Todo por no estudiar. Sigue estudiando y saca una profesión. Para que el día de mañana no tengas que ir a caer en un bar como yo. O a conseguirte un marido que no te valore, te dé coñazos y tengas que vivir de las migajas y de los maltratos”.