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Allá siguió trabajando en casas de familia. Se casó con S. y a los dieciocho años tuvo su primer bebé. El recuerdo de esta historia de amor está con Jaqueline todo el tiempo. En su antebrazo izquierdo tiene tatuada, en color verde,  la siguiente inscripción: “Te amo, S. Mi vida (en el tatuaje está el nombre completo, que aquí omitimos para también reservar la identidad de él)”.

Un fin de semana se montó en un autobús con destino a Churuguara, estado Falcón, para visitar a unos familiares. Tenía entonces diecinueve años y tres años de casada. La misma noche que llegó se encontró con D., un antiguo novio. Estuvieron juntos esa noche y durante diez años más.

Cuando su niña cumplió un año la dejaron en Punto Fijo con su abuela, con la mamá de Jaqueline. “Mi mamá me pidió que le dejara a la niña porque decía que yo estaba muy joven para criarla. Yo se la dejé y me fui a vivir a Caracas con D.”.

Desde los quince hasta los veinticinco años, Jaqueline trabajó en casas de familia como mujer de servicio. Y desde los veinticinco hasta los treinta y dos en locales nocturnos. Tiene cinco años sin trabajar en esos locales, exactamente el tiempo que tiene con su pareja actual, C.

“C. no quiso que trabajara más porque no le gusta ese ambiente. Tú sabes que uno ahí se presta para todo. De dama de compañía y de todo. A él no le gusta eso. Aceptaba que trabajara sin entrar a los reservados, pero ahí era donde más yo ganaba. Un día él llegó a El Moderno y me encontró en un reservado. Y ya no me dejó volver más”.

III

Es viernes por la noche. El hermano de C. está saliendo con una de las mujeres que trabajan en El Moderno y le pide que lo acompañe. Llegan al local y se sientan en una mesa. La chica que está saliendo con el hermano los acompaña.

—¿Y con quién voy a zampar yo? —le pregunta C. a su hermano.

—Con cualquiera de esas locas, escoge.

—Me gusta la pelirroja que está vestida de negro.

—¿Cuál?

—Esa que está ahí. La que está de espaldas.

—¡Jaquelineeeeeee!

Ella se acerca a la mesa y se sienta con ellos. Se toman seis botellas de ron con cocacola y limón. C. habla tan rápido que no entiende nada de lo que le dice. Jaqueline se ríe. A ella le parece que es feo, enano y flaco. Desde ese día, un poco por cariño, un poco por repulsión, lo apoda El Enano.

“Ahí empezamos nosotros. Después El Enano iba todo el tiempo a visitarme, a brindarme tragos, a dejar los reales allá. Duramos así tres meses, hasta que nos pusimos a vivir juntos”.

Cuando se conocieron ella estaba viviendo con D. en Quinto Plan, un barrio de Antímano. Ya no eran pareja, pero vivían en la misma casa. “Convivíamos como enemigos bajo un mismo techo. Ya nos habíamos dejado, pero él construyó un rancho y me jaló bolas para que me fuera a vivir con él. Me decía que ese rancho era para mí, así que me metí a vivir ahí. Pero como yo me iba del trabajo a dormir con El Enano, él se arrechó y me empezó a botar del rancho. Hasta me ahorcó, de broma no me mata. Yo le metí una puñalada”.

IV

D. rodea el cuello de Jaqueline con sus dos manos. Lo aprieta, con ganas de estrangularlo. Eleva el cuerpo de ella del piso y la empuja contra la pared. Observa cómo el rostro de su víctima se pone rojo, luego morado. Ella siente que un millón de hormigas caminan por su cara. Cree que la cabeza le va a explotar. Que se le van a salir los ojos.

Él separa sus manos, la deja caer y le da la espalda. Ella escupe sangre, recupera el aliento, se levanta del suelo, agarra un cuchillo de cocina y se lo clava diagonalmente debajo del omóplato izquierdo, cerca de la columna vertebral.

Jaqueline dice que el cuchillo casi tocó el pulmón izquierdo, que D. estuvo varios días en terapia intensiva y que lo dejó caminando con bastón por un mes. “La pelea comenzó porque él quería singar conmigo, con mis amigas de visita en la casa, a pleno día. ¿No te digo yo? Porque a él le gusta lucirse, para dárselas de que está bien bueno. Yo le dije que no, que para eso estaba la noche. Y entonces me ahorcó”.

D. no está de acuerdo con esa versión de los hechos. Cuenta que Jaqueline siempre invitaba a sus amigas a tomar en la casa y que a él no le gustaba eso. Que esa noche le dijo que se acostara a dormir porque ya había tomado mucho y corrió a las invitadas de la casa. Que ella se molestó y empezaron a pelear. “Sí, la estaba ahorcando. Bueno, ahorcándola así no. La agarré porque ella tenía una furia muy brava. En ningún momento intenté hacerle un daño mayor. Ella me clavó un cuchillo, pero no me pasó nada. Fue un puyazo. Mi vida nunca corrió peligro. Me curaron y ahí mismo me vine otra vez para la casa”.

La hija que tuvieron Jaqueline y D. tenía once años cuando sucedió todo. Dice que no vio cuando su papá ahorcó a su mamá, pero sí cuando su mamá le clavó el cuchillo a su papá: “Se lo clavó hasta adentro, sólo le quedó la cachita afuera. Sí estuvo en terapia intensiva y sí quedó caminando con bastón”.

D. se fue solo para el hospital con el cuchillo incrustado en la espalda. Jaqueline agarró ropa para ella y sus dos hijas, se montó con ellas en un jeep, luego en un autobús y se fue para Guarenas a casa de una amiga. Dos semanas después, El Enano consiguió una pieza en alquiler en Germán Rodríguez, otro barrio de Antímano. Ella y sus dos hijas se fueron para allá con él.

V

Jaqueline abre otra vez la bolsa amarilla llena de fotos. Mete la mano hasta el fondo y saca una paca. Pasa las fotos una tras otra, como diapositivas proyectadas en serie y las va colocando sobre su cama. Está buscando una foto “del huequito en el que vivíamos alquilados” con El Enano. Por fin la encuentra.

La pieza era una habitación con un baño. Sólo había espacio para un escaparate, una hornilla, un par de sillas, un televisor y un ventilador. El colchón en el que dormían Jaqueline, C. y sus dos hijas estaba apoyado verticalmente sobre la pared. Sólo lo colocaban sobre el piso en la noche, cuando iban a dormir.

En ese entonces, El Enano trabajaba como vigilante y su sueldo sólo alcanzaba para pagar el alquiler, no para comer. Jaqueline tuvo que regresar a trabajar en los locales nocturnos para conseguir algo de dinero y hacer mercado. Vivió así durante un año. No aguantó más y regresó con D.

Mientras estaba viviendo de nuevo con D., Jaqueline ganó setecientos bolívares fuertes en dos noches. Con ese dinero compró una lavadora y una cocina. Las dejó dentro de sus cajas y las guardó en una esquina del rancho.

C. decidió reconquistarla. Como antes, empezó a ir todas las noches a El Moderno a visitar a Jaqueline. “Venía a brindarme tragos y a dejarme real. Recuerdo que una noche me dio ciento veinte bolívares fuertes. Con eso, más una platica que yo tenía ahorrada, compré mi comedor. Y también me lo llevé para el rancho de D.”.

Jaqueline decidió volver con C. Dice que lo hizo por masoquista. Se metieron a vivir en un rancho que estaba abandonado en Quinto Plan, Antímano, cerca de la casa de D. Agarraron unas láminas de zinc, lo arreglaron y se instalaron. A los ocho meses, llegó la dueña del rancho y los desalojó.

Entonces se fueron para Séptimo Plan, un sector del mismo barrio que queda más arriba, a diez minutos de donde los desalojaron. A Jaqueline le habían regalado un terreno allí. “Aquí vivía un señor que se puso de acuerdo con otro del barrio y mataron a un muchacho. Tuvo que irse de aquí porque los familiares del que mató lo estaban buscando para matarlo. Me dijo que me quedara con este pedacito de tierra”.