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En aquella época, en la radio se oía día y noche «Paula C», un despecho intelectualoso de Rubén Blades. Mi papá solía asomarse a la ventana y, mirando el cerro Ávila, repetir una y otra vez el estribillo: “Oye qué triste quedé /cuando se fue Paula C / Vivir sin un amor /no vale nada / No vale nada, tú ves”. Por esos datos supe que él también arrastraba una pena de amor. De hecho, durante un tiempo se había enredado con una mujer mucho más joven que él y menos tolerante que Nelly, que lo había echado sin contemplaciones. También había malbaratado en aguardiente el dinero que había ganado durante sus años de trabajo en el gobierno. Cuando regresó a casa, interrumpió toda actividad partidaria, salvo la publicación de artículos de opinión en el vespertino El Mundo y comentarios sobre ocultismo en la revista Cábala. Supongo que creía que apartado de las causas políticas y de cualquier aspiración de poder, lejos de cualquier militancia, podría establecer una rutina normal con su familia. Pero vivía en permanente estado de guerra contra sí mismo, cargando con la tristeza elemental que siempre lo había perseguido.
Poco a poco, dejó de ser un hombre activo, enérgico y callejero. Renunció a frecuentar los bares de Sabana Grande para quedarse bebiendo, leyendo y escribiendo en casa. A la vez, adoptaba rituales y pasatiempos paradójicos, como hacer el desayuno los domingos o jugar a las adivinanzas con las canciones de salsa y la música clásica de la radio. Hoy me parece increíble que la melancolía que se lo tragaba no fuera suficiente para derribarlo por completo y hacerlo abandonar la escritura, a la que se aferraba con celo. Consumía diariamente un litro de ron y, arropado por el vapor etílico, se sentaba frente a la máquina. Una vez que empezaba a teclear sólo tomaba las pausas que le dictaba la respiración, como si escribir poemas y artículos lo mantuviera unido al mundo por un hilo de tinta.
A veces lo sorprendía declamando sonetos que había aprendido de memoria en la juventud, murmurando fragmentos incomprensibles. Insomne, cuando ya nadie en la casa estaba despierto, se sentaba de nuevo a escribir poemas que abarcaban la hoja completa, de arriba a abajo y de un borde al otro, sin dejar el menor resquicio libre. En la mañana, me asomaba a espiar la máquina de escribir pero, por lo general, no entendía nada del soliloquio interminable que poblaba aquel montón de papel.
No he podido encontrar más que un puñado de esas páginas entre los abundantes escritos que dejó. Sin embargo, en el último año he leído muchos poemas que puso en manos de Jesús Sanoja Hernández, gracias a quien se salvaron de las mudanzas familiares que parecían más bien naufragios. La mayoría están marcados por una honda tristeza. La evocación de la muerte ya no es irónica, juguetona o reflexiva, sino inmediata: la muerte como solución al dolor de vivir. Los últimos poemas apenas si despiden algo de la luz y el sentido que le faltaron a su vida.
En agosto de 1981, tres meses antes de morir, escribió un poema amoroso dedicado a Mireya, una joven vecina. Luego de comparar a la quinceañera con la luz del día, el canto de la tarde y decir que tiene un olor a pomarrosa, cambia de tono bruscamente:

Ya ni tengo ganas de vivir.
muero, seguido por mi propia muerte.
no tengo nada, todo se convierte
en un no ser, un desistir.

No aprendo ni siquiera a convivir
con la lluvia, la noche, con lo inerte.
Pienso en mi suerte, en mi pobre suerte.
solo pienso en mi polvo, en sucumbir.

Estoy seguro de que en ese momento ya presentía su propia muerte y, a pesar de que el alcoholismo lo inutilizaba cada vez más, durante los años previos se las había arreglado para terminar En un monte de Rubio (Editorial Centauro, 1979) y Doña Piedad y las flores, una plaquette dedicada a su madre. Más adelante, escribió «Homenaje a Pablo Neruda», un libro que permanece inédito. El título «En un monte de Rubio» alude al lugar de nacimiento de su amigo Carlos Andrés Pérez, a quién consagra el libro como una especie de biografía poética. Sólo muy recientemente se lo ha empezado a leer con independencia del contexto político en que fue escrito ya que, en verdad, la crítica de la época no le prestó atención, ni siquiera para criticarlo como un servicio al poder.
Durante los tres años que vivimos juntos, la vida fue tumultuosa para todos. En los periodos de sobriedad parecía disfrutar de cierto sosiego, a pesar de que los temblores de la abstinencia le sacudían el cuerpo. En esos raros momentos, vivíamos la ilusión de la normalidad. Se levantaba temprano, se bañaba y leía el periódico antes de sentarse a su máquina. Si tenía que salir, pasaba a recogerlo un taxi o se iba caminando, pues le encantaba recorrer distancias que para mi imaginación eran inabarcables. Una vez caminamos tomados de la mano hasta la Plaza Venezuela. Luego de un buen trecho nos detuvimos a comer hamburguesas en un puesto callejero. No he olvidado que al ordenar las llamó hamburger, con pronunciación inglesa. Después atravesamos avenidas llenas de concesionarios de autos, hasta que giramos a la altura de la calle de los hoteles. Cuando por fin llegamos a la Torre Polar de Plaza Venezuela, me dejó en el cine mientras él se sentaba a conversar con su viejo amigo, el cantante puertorriqueño Daniel Santos, que no era adicto al alcohol sino a la cocaína. Ese día vi la película Can’t Stop the Music, una fabulación infantilizada sobre la formación de la banda gay Village People. Recuerdo todo con gran nitidez porque fui intensamente feliz durante el paseo. Pero al salir del cine encontré a mi papá con los ojos enrojecidos y el inconfundible aliento de los tragos.
A los períodos de sobriedad y lucidez los seguían inevitables crisis alcohólicas. Como cabía esperar, aquellos eran cada vez más breves y espaciados. Había días en los que salía a la calle sobrio y, un par de horas más tarde, un taxi lo dejaba en la puerta del edificio hecho un guiñapo. Varias veces cayó allí sin poder levantarse. Vivíamos en un primer piso, de modo que yo miraba todo escondido tras la ventana, con un escalofrío de vergüenza que venía acompañado por el deseo malsano de que el hombre tirado en el suelo no fuera mi padre. Los vecinos no sabían cómo reaccionar y yo me sentía incapaz de enfrentarme a ese espectáculo. Sin embargo, como no había nadie más en casa, bajaba a recogerlo y lo ayudaba a acostarse en el sofá.
Vivir con alguien encadenado a la melancolía y el dolor estuvo a punto de hacer perder la cordura a mi mamá. Cuando mi papá era atrapado por trances de delirium tremens, se desataban en casa situaciones descabelladas. Más de una vez lo vi sostener conversaciones simultáneas con grupos de amigos invisibles. Arreglaba como podía los muebles de la sala. Los invitaba a sentarse y, en una esquina del semicírculo, disertaba sobre política y filosofía, sobre el amor, la música, las noticias. En uno de esos delirios obligó a mi mamá a servir café a los seis miembros de su cenáculo. Ella, de hecho, vertió café en las seis tazas y las colocó con gran ceremonia donde se hallaban los amigos imaginarios. En otras ocasiones nos conminaba a mí o a alguno de mis hermanos a sentarnos en la sala para seguir con atención lo que esos fantasmas tuvieran que decirnos. Había duendes recurrentes, que aparecían para aliviar el desamparo en el que vivió desde su niñez. Uno de ellos, tal vez la más comprensiva de sus sombras, era el señor Angelo, un notario de modales corteses que llegaba sin anunciarse para consolar los desvelos del poeta con su sabiduría de otro mundo.
La única hospitalización que pareció curarlo de veras ocurrió a mediados de 1980, en el Hospital Clínico Universitario. Salió de ella renovado y casi brioso. Durante ese período comenzó a decir que estaba escribiendo otro libro de poemas. “Se llama ‘Los secretos del jabón azul’ y es sobre los arcanos de Hermes, el tres veces grande, quien anunció el cristianismo y escribió la Tabla Esmeralda”, afirmaba, rotundo y con teatral grandilocuencia. Nunca encontré ese libro entre sus papeles, salvo una mención aislada en otro poema, y una carpeta rotulada “Los secretos del jabón azul” que estaba vacía.
Aunque José Agustín Catalá, su fiel amigo y editor, aún se lamenta por haberle hecho más fácil la tarea de destruirse prestándole un apartamento para escribir fuera de casa, no es del todo exacto que se encerrara allí sólo para beber. El veinticuatro de abril de 1980 entregó en Monte Ávila Editores un libro inédito titulado “Poemas”. Este manuscrito desapareció en el laberinto de archivos muertos de esa editorial. Pero también escribió su ”Homenaje a Neruda”, ciento veinte folios de un desmesurado poema en el que la voz poética conversa con Neruda, llamándolo por su nombre o “el hondero entusiasta”. Allí mi padre mezcla referencias de la vida y obra del poeta chileno con la suya propia. Largos pasajes cabalgan hacia la incoherencia y, aunque siempre retoma el nombre de Neruda, por momentos refiere episodios y anécdotas políticas de sus años militantes, mencionando tanto a sus amigos como a sus adversarios y torturadores.
Es imposible precisar cuándo comenzó a beber de nuevo, pero debe haber sido a mediados de aquel año, poco después de enterarse de que un cáncer de pulmón devoraba a su hermano Ludgerio. Jesús Sanoja Hernádez escribió que cuando mi padre le entregó los originales de «Homenaje a Neruda», cargaba “la muerte pintada en el rostro y metida en el alma”. Eso debe haber sido en septiembre u octubre de 1981.
Algunas semanas antes del día en que murió, fueron a entrevistarlo unos periodistas del suplemento cultural «Papel Literario», del periódico El Nacional. Sus respuestas fueron tan absurdas que nunca pudieron publicar el artículo. El fotógrafo Vasco Szinetar le hizo varios retratos esa mañana. Muestran a un hombre envejecido que aparenta al menos veinte años más de los cincuenta y tres que tenía. A fines de septiembre llegó la noticia de la muerte de Rómulo Betancourt en Nueva York que lo hizo murmurar durante días, como si hubiese muerto un familiar muy cercano. A principios de octubre murió Ludgerio.
Mi papá no paraba de beber. Tenía las manos desconchadas por las cirrosis, estaba flaco y la cabeza se le había vuelto completamente blanca. Desde su habitación, que permanecía casi todo el día con la persiana baja, se filtraba un fuerte olor a bilis y alcohol. Sin embargo, entre nosotros la relación seguía estando llena de ternura.
Una semana antes de que lo llevaran al hospital soñé con su muerte. Me asusté mucho y, atenazado por un mal presentimiento, se lo conté a mi mamá esa misma mañana. Estábamos en el paso peatonal, esperando la luz para cruzar la calle. Ella respondió: “No te preocupes por tu papá. El poeta tiene más vidas que un gato. Primero nos entierra a todos y después se muere él”. Entonces cambió la luz, ella me tomó de la mano para cruzar y yo me quedé dándole vueltas a sus frases. Las había dicho ya muchas veces, con leves variantes. En ocasiones no era un gato sino un Ave Fénix. Pero esta vez no se trataba de una simple fórmula: la imagen de un padre invulnerable, capaz de volver de la zozobra gracias al don de la resurrección, conjuraba no sólo mis miedos sino también los suyos. Y la verdad es que aquel viernes seis de noviembre de 1981, cuando el poeta me despidió con besos antes de irme al colegio, no recordé mi sueño de la semana anterior. Nada me hizo pensar que esa era la última vez que iba a verlo vivo, ni que en pocas horas más mi papá se iba a morir.