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Poco después de la muerte de su padre, Rafael José decidió irse a Caracas. Abordó el vetusto vapor Trinidad que, en dos días de lenta navegación, lo llevó hasta el puerto de La Guaira. El viaje tuvo un incidente afortunado. El señor Álvarez era un extremeño de unos cincuenta años que había luchado en el bando republicano durante la guerra civil española. Allí había conocido a Miguel Hernández, de modo que al descubrir los ímpetus poéticos de Rafael José, Álvarez se puso a declamar poemas de Hernández, Machado y Lorca, ampliando el hasta entonces limitado repertorio poético de mi padre.
Una vez en Caracas, y sin un centavo en el bolsillo, aceptó trabajar como facturador y cajero en el matadero de Agustín, su medio hermano mayor, que había prosperado en el negocio de los frigoríficos. A mediados de octubre de 1945, cuando tenía diecisiete años, la historia venezolana sufrió un quiebre radical. Un golpe cívico-militar derrocó al general Isaías Medina Angarita. El cabecilla del golpe era Rómulo Betancourt, ya por entonces líder de Acción Democrática, el partido que había fundado en 1941. Hizo un llamado a que los jóvenes se incorporaran a la fundación de la democracia, y de pronto todas las piezas del país parecieron encajar de forma nueva y deslumbrante.
Rafael José había conseguido un puesto de maestro en una escuela de San Diego de los Altos, en las afueras, y ya por entonces la política empezó a convivir con la poesía. Por las noches iba a los cafés del centro a contagiarse del ánimo de renacimiento que reinaba en las tertulias universitarias donde se reinventaba el futuro. Por otra parte, escuchando a los poetas mayores como don Fernando Paz Castillo, y a otros más jóvenes pero ya consagrados como Vicente Gerbasi, sentía que la poesía era una pasión irrevocable. Descubrió que los surrealistas parisinos no lo conmovían tanto como el vitalista Neruda y el melancólico Vallejo. Había llegado a ellos a través del poeta y ensayista Juan Liscano, uno de los intelectuales más respetados del país, el primero en publicar sus poemas y notas críticas en la Revista Nacional de Cultura, quien lo alentó siempre a optar por la poesía y no por la política. Catorce años mayor, Juan Liscano no era sólo su amigo sino también, hasta cierto punto, su padre sustituto. Así lo demuestra la dedicatoria de El círculo de los 3 soles: “A Juan Liscano, amigo, maestro, padre”.

***

La mañana del veinticuatro de noviembre de 1948, la promesa de un país democrático saltó en pedazos. Rafael José tenía veinte años y se despertó aturdido por el ruido de los tanques mordiendo el asfalto mientras se desplazaban hacia el Palacio de Miraflores, muy cerca de su casa. Ese fue el fin de la presidencia de Rómulo Gallegos, el novelista de la legendaria Doña Bárbara, que había seguido en el mando a Rómulo Betancourt. Acción Democrática y el Partido Comunista de Venezuela fueron declarados ilegales y muchos de sus dirigentes forzados a marchar al exilio. Todo esto volcó a Rafael José a la lucha partidista. Ya era militante destacado de la juventud de Acción Democrática, pero se afincó aún más en su formación ideológica y desarrolló destrezas como organizador.
Por esa misma época, la familia López se estableció en Caracas. Rafael José encontró, al mudarse con sus medio hermanos, el calor familiar que había perdido desde Guanape. Pasaba mucho tiempo escuchando tocar el piano a Titina, una de sus hermanas, a quien adoraba. La casa donde vivían quedaba en la parte más baja de La Pastora, justo detrás del Palacio de Miraflores. En el saloncito había un tocadiscos. Tom todavía recuerda que Rafael José era un gran melómano. “No le gustaba ir a conciertos pero le fascinaba la música. Nos sentábamos junto con Titina todos los domingos y escuchábamos la sinfonía Patética, que es la número seis de Tchaikovsky, o la quinta de Beethoven, que tanto le gustaba. Cuando no oíamos música, se encerraba muy temprano en la oficina del fondo con sus libros de poesía y una botella de ron. Todavía puedo oírlo recitar con enorme exaltación: “Desembarqué en Picasso a las seis de los días de otoño / recién el cielo anunciaba su desarrollo”. La poesía realmente lo tomaba, producía un rapto en él. “Soy feliz”, decía”.
La organización política comenzó a tomar cada vez más tiempo en su vida, pero su pulsión poética no entendía de dogmas y, cuando podía, se encerraba a escribir. Una tarde, a principios de 1952, se acercó a Vicente Gerbasi con un puñado de poemas. A Gerbasi lo asombró que alguien de veintidós años hablara de la muerte aún en sus poemas amorosos. Ponderó sus sonetos, diciendo que estaban llenos de sonoridad y de “una fuerte luz oscura”, y lo alentó a ser original sin contemplaciones. Esa breve aprobación fue suficiente para que Rafael José se animara a reunirlos en su primer libro, Los pasos de la muerte (Ediciones de la Revista Hispana, 1953), cuyo prólogo firmó el propio Gerbasi. El libro es, en realidad, una desconcertante exploración de la muerte como presencia cotidiana, y está poblado de angustiosas visiones pero no exento de humor y parodia:

Por aquí viene la muerte caminando
con su pesada carga de cabellos
Tiene un color de ojo de sardina
su pelambre es de potro de carrera
y su mirada, de nocturna máscara.

Pero, finalmente, se consagró a la política a tiempo completo. Decidió no abandonar el país y ayudó a Leonardo Ruiz Pineda, Secretario General del partido en la clandestinidad, a reconstituir Acción Democrática. Un día de ese mismo año, a causa de que ya abusaba de la bebida, doña Margarita de López tomó una decisión amarga y le pidió que se fuera de la casa. Esa fue su salida definitiva del reino familiar. El desarraigo y la soledad se anclaron más profundo y nada lo consoló de la separación de sus hermanos: Titina, Celina, Tom.
La dictadura de Marcos Pérez Jiménez estaba en el poder desde diciembre de 1952 y la situación de Rafael José se hizo precaria. A fines de 1952, Leonardo Ruiz Pineda había sido asesinado en una emboscada. Desde entonces, y en apenas tres años, Pérez Jiménez hizo eliminar a tres secretarios generales de Acción Democrática y a cientos de militantes, además de poner tras las rejas a sus dirigentes principales. Entre 1952 y 1958 Rafael José entró y salió de la cárcel no menos de una decena de veces. Cuando podía, escribía poemas que daba a sus amigos, para que los resguadaran en caso de que lo pusieran preso. De todos modos, en los allanamientos que practicaba la Seguridad Nacional en las residencias de estudiantes donde vivía por entonces se perdieron muchos manuscritos originales.
Por esos mismos tiempos se acercó a los maestros metafísicos como George Gurdjieff, Piotr Ouspenski, Madamme Blavatsky y Paul Burton, descubiertos gracias a la equipada biblioteca de temas esotéricos de Juan Liscano. En su doctrina del Cuarto Camino, Gurdjieff planteaba que la trascendencia era el resultado del desarrollo interior individual, de un conocimiento que podía llevar a la comprensión del lugar propio en el universo. Pero, de acuerdo con Gurdjieff, esa sabiduría solo podía lograrse a partir de una cuidadosa exploración de la conciencia que llevara a la mente al límite. Esos pensamientos dejaron una huella permanente en su obra y en su manera de concebir su lugar en el mundo.
Un día de 1955, cuando tenía veintisiete años, fue capturado distribuyendo propaganda y llevado a la Seguridad Nacional, el centro de inteligencia y tortura del régimen de Pérez Jiménez. El director de Seguridad se llamaba Pedro Estrada, también apodado El Chacal de Güiria, y era un hombre con modales de dandy. Su lugarteniente era Miguel Silvio Sanz, un negro robusto de cuyos labios siempre colgaba un habano encendido, que atizaba antes de apagarlo en el cuerpo de sus víctimas. Sanz quería que Rafael José revelara nombres, lugares, fechas, planes, y ordenó que lo trasladaran al sótano. Ahí, durante días, lo golpearon, lo acostaron desnudo sobre una panela de hielo, lo hicieron permanecer horas con los pies descalzos sobre el borde afilado de la rueda de un auto, le aplicaron electricidad en los testículos, lo sumergieron boca abajo en un barril de agua. El dijo que no hablaría. Que no perdieran su tiempo porque sus castigos no le causaban dolor. “Tengo poderes mentales. Sus castigos no me lastiman”, les dijo. “Si no creen en mi palabra, compruébenlo ustedes mismos”. Entonces lo golpearon, y ni siquiera gimió. Durante una de las torturas, alguien ordenó que le apagaran un cigarrillo en el pene. Después, enviaron el calzoncillo ensangrentado en una bolsa a la familia. Pero él siguió sin delatar a sus compañeros. Una noche intentaron ablandar a uno de ellos, torturado en la habitación contigua. Le dijeron que Rafael José había contado todo. Sin embargo, cuando lo llevaban a su celda, mi padre lo alertó gritándole: “No abras la boca. Estos coños de madre quieren hacerte creer que yo canté, pero no les creas. No les he dicho ni una palabra”. Después de mucho, sus captores se dieron cuenta de que no podrían sacarle nada, y que era preferible mantenerlo preso. Lo enviaron a la cárcel de Ciudad Bolívar, a seiscientos kilómetros de la capital, donde pasó preso casi todo 1957.
“La tortura fue algo terrible. Era muy difícil de resistir y casi todo el mundo terminaba cantando” –recordaba mi tío Alí Muñoz, quien también fue encarcelado y torturado–.“No porque quisieran traicionar, sino porque te sometían a una violencia brutal. Tu papá era muy jodido, porque a cuenta de que él no delataba, le exigía a todos la misma verticalidad. Una vez se sospechaba que yo había cantado. Estábamos presos y él me increpó. ‘Eres sospechoso de delación’. Le respondí que no lo había hecho. ‘Tienes que probarlo porque si no serás un soplón hasta que demuestres lo contario’. ¿Crees que soportar más torturas te hace mejor?, le respondí. Carajo, no faltaba más, mi hermano, mi verdugo”.
En la cárcel de Ciudad Bolívar estrechó su amistad con el historiador y periodista Ramón J. Velázquez, que ocupó brevemente la presidencia de Venezuela en 1993. Velázquez lo recuerda como uno de los jóvenes más comprometidos de Acción Democrática, con una capacidad extraordinaria para abstraerse del sufrimiento: “El poeta tenía una característica que sólo tienen los pastores. Cuando nos llevaban al patio, él fijaba la vista en los árboles y pájaros que se asomaban más allá de las alambradas. Se concentraba oyéndolos y parecía entenderlos. Cuando estábamos en el calabozo, se retiraba a un rincón. Sentado en el catre y, abstraído de las discusiones que lo rodeaban, comenzaba a apuntar versos en un cuaderno escolar. Habíamos arreglado con uno de los carceleros para que nos permitieran usar una máquina de escribir. El poeta Muñoz esperaba su turno y mecanografiaba los poemas en unos folios azules que luego guardaba celosamente en una carpeta”.
Milagrosamente, algunos de los poemas carcelarios, de mayo y noviembre de 1957, sobrevivieron. Tienen el aire fluvial del Orinoco que corría al margen del presidio. En uno de ellos añora la libertad que representa como una “zona de incertidumbre y de promesas”. Otro, “América, te canto en esta hora”, refiere en tono dramático:

Ah, estas cadenas, estas
ruedas de frío hierro amenazando
hasta el germen más puro;
estas garras malditas horadando
esa porción del alma que nos duele,
ese rincón tranquilo, esa pradera
adonde solo llegan las ramas y las nubes.

El quince de diciembre de 1957 hubo un plebiscito para legitimar la dictadura de Pérez Jiménez, que proclamó su triunfo. Sin embargo, en la madrugada del veintitrés de enero de 1958, tras una oleada de protestas gremiales, la dictadura terminó y los presos políticos fueron liberados casi de inmediato. Exaltado de felicidad, después de pasar siete meses preso, mi padre y otros militantes saltaron a bordo del primer bus a Caracas. La travesía tomó casi dos días durante los cuales festejaron con aguardiente. Cuando llegaron, la capital seguía en estado de júbilo, con las calles tomadas por la gente.

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Suele decirse que la poesía de mi padre nació tardíamente, tras una vida de zozobra, y que disputó su lugar con la política hasta, finalmente, imponerse. El ensayista y poeta Jesús Sanoja Hernández insiste en que su obra era la de un desorbitado que, en medio del delirio alcohólico, cabalgó al borde de los abismos demoníacos, la revelación divina, el disparate matemático, la dislocación del lenguaje y la locura, reinventando el idioma. Esta enumeración caótica, sintetizada por el crítico Guillermo Sucre como la búsqueda de un “esperanto poético”, no da cuenta, sin embargo, de la transformación que sufrió mi padre y que lo llevó de una crisis existencial profunda al descubrimiento de una desconcertante imaginación.
Su crisis empezó en la década del sesenta, cuando quiso optar por el radicalismo de la lucha armada pero, paralelamente, empezó a sentir un profundo desencanto con la política.