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El viernes anterior la vida seguía su curso. Al irme al colegio, me despedí con el ritual acostumbrado: “Bendición, papá”. “¡Dios me lo bendiga, catire buenmozo, carajo!”. Se estrujó los ojos antes de hacer a un lado Un nuevo modelo del Universo, un grueso tratado de metafísica del místico ruso P. D. Ouspenski, y sacó un billete de su cartera: “Aquí tienes cincuenta bolívares. Trata de que te alcancen hasta el lunes porque tu papá no ha podido ir al banco”. Después me abrazó dándome muchos besos en la mejilla, como siempre. Estaba sentado frente a la mesita del teléfono, en una silla mariposa con estampas de grandes flores, y seguía en piyama con la bata verde y los lentes oscuros de toda la vida. Cuando lo abracé dejó escapar un breve suspiro con un aroma a hígado alcohólico. Es un olor inconfundible, una mezcla acre de medicamentos y bilis. Entonces mi madre me llamó a la cocina. “Más tarde vienen a buscar a tu papá”. No quise comprender lo que me decía, así que fui otra vez a la sala y, antes de salir, lo abracé, estreché mi rostro contra su cara sin rasurar y pasé mi mano por su cabeza blanca. Aquella fue la última vez que lo vi vivo. Mientras caminaba hacia la parada del autobús pasó a mi lado la ambulancia de los bomberos que iba a buscarlo.
Murió tres días más tarde, en el Hospital Clínico Universitario, ahogado por el agua acumulada en sus pulmones, luchando por liberarse de una camisa de fuerza. Tenía cincuenta y tres años. Fue el nueve de noviembre de 1981, en Caracas. La noticia apareció desplegada en el vespertino El Mundo y, al día siguiente, en las primeras planas de los principales periódicos venezolanos: “Ha fallecido Rafael José Muñoz, poeta y dirigente político contra la dictadura”. Esa misma noche, por la capilla funeraria, pasó un desfile de amigos que contaban anécdotas de la resistencia clandestina, de la prisión y la guerrilla, para terminar lamentando la gran pérdida de “el poeta”. Así lo llamaba todo el mundo y yo estaba acostumbrado, aunque en aquel entonces no había leído una sola de sus páginas. Apenas tenía doce años y no sabía nada de la muerte.
Me acerqué al ataúd y apoyé mi cara contra el cristal. Lo vi muy bien vestido, con un traje gris, una camisa blanca, una corbata oscura y la piel rojiza y fresca. Mi propósito era comunicarme telepáticamente, despertarlo con mis pensamientos, sacarlo del sueño profundo en que se encontraba. Esperé a que su respiración empañara el cristal, a que sus ojos se abrieran. Pero nada sucedió.
El patio de la funeraria se llenó de coronas enviadas por familiares, políticos y artistas. Llegó el presidente de la cámara de diputados del Congreso Nacional y más tarde, cuando exhausto de tanto llorar me fui a dormir a una habitación de la funeraria, apareció el ex presidente Carlos Andrés Pérez, uno de sus grandes amigos, y en vez de darle el pésame a mi mamá se lo dio a mi tía, creyéndola la viuda. Cuando Carlos Andrés Pérez fue ministro del Interior, poco menos de dos décadas antes, había hecho perseguir implacablemente a mi tía por guerrillera y, ya presidente, la había indultado por razones humanitarias.
Al día siguiente apareció, algo desaliñado, el maestro Santamaría, quien en la escuela primaria había enseñado a mi padre las primeras rimas de Rubén Darío y rudimentos de versificación. “En los últimos tiempos, el poeta leía la Biblia y comentábamos sus pasajes por teléfono. Tenía gran conocimiento de ese relato, pero no creo que fuera creyente”, declaró Santamaría al periódico El Nacional. “Ahora es un Armagedón que navega en el mar”. Entre los amigos entrañables faltó al menos uno: José Agustín Catalá, antiguo mentor y editor con quien compartió la cárcel en los cincuenta, durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. “No quise ir al velorio del poeta –me dijo Catalá en 2009-. Estaba molesto con él porque destruyó su vida. Pero también conmigo por haberle conseguido el apartamento para que trabajara fuera de la casa en su “Homenaje a Neruda”. Fueron varios meses y durante ese tiempo, en realidad, usaba las horas de trabajo para beber sin parar hasta que acabó con su existencia”.
Mi padre vivió bajo la sombra del alcohol casi toda su vida. Hizo lo que pudo para dejarlo, pero terminó vencido. Cuando yo era niño muchos de nuestros encuentros transcurrían en la barra o en alguna mesa del bar La Giralda, a una cuadra del céntrico boulevard de Sabana Grande, en Caracas. Era a principios de los setenta y las autoridades no le prestaban la menor atención a la presencia de niños en los bares. Recuerdo esa enorme casona como un sitio umbrío, pero no carente de atmósfera. Tras la barra solían estar Antonio o Manolo, los hermanos Gallardo, unos españoles republicanos que habían huido de Cuba cuando comenzaron las expropiaciones en los inicios de la Revolución. Jamás le preguntaban qué iba a beber, sino que destapaban una cerveza muy fría y se la servían en una jarra congelada. A mí, en cambio, siempre me preguntaban. “¿Y qué quieres hoy?”. “Una Orange Crush”, respondía invariablemente, acomodándome en un taburete alto junto a mi padre para poder alcanzar el pitillo en la botella. Él abría su libreta y tomaba apuntes que después abandonaba, como éste, que llevé muchos años doblado en mi billetera:

En los ojos del loro está el secreto del sol
y de la formación del mundo sideral
///
En la madera está todo. Contémplala.
Allí encontrarás los misterios de la arquitectura
y el secreto de las catedrales.
///
El universo lo hizo el hombre.
Nadie osaría hablar de Cirio o del Alfa del Centauro
si antes no hubiese estado consubstanciado con su ambiente.
Todo lo que soy es lo que es el mundo.

***

No estoy muy seguro de las causas que lo empujaron a beber desde muy joven, pero sí tengo alguna idea de dónde y cuándo descubrió el alcohol. “Cuando llegué a vivir a Puerto Píritu, al año siguiente que tu papá, él ya había comenzado a beber con Julián Saume, que era un muchacho encargado del bar” –me contó mi tío Alí Muñoz–. “Al cerrar, terminaban con todo lo que había quedado en las botellas y se emborrachaban a muerte mientras recogían y ordenaban”.
“A los catorce años tu papá decidió ir de Guanape a Puerto Píritu a estudiar bachillerato, pues la escuela en Guanape solo llegaba hasta la primaria”, me contó mi tío Tom López.
Mi padre nació en Guanape un pequeño pueblo a doscientos ochenta kilómetros de la capital venezolana, el veintidós de mayo de 1928 y, por ser ése el día de Santa Rita de Casia, lo apodaron Rito. Era hijo ilegítimo de los tórridos amores de Agustín López, hacendado a quien llamaban el Kaiser, y Zoila Piedad Muñoz, hija del médico y farmacéutico de Guanape. Tom, en cambio, era hijo legítimo de don Agustín con Margarita Barrios. Aunque Rafael José era cinco años mayor que Tom, ambos pasaron parte de la infancia juntos en el pastoreo y el ordeño de la hacienda El Manzano. “Teníamos muy buena relación porque Rito era muy agradable. De los hermanos Muñoz, él era el único que se acercaba a nuestra casa, que era donde vivía don Agustín, e incluso llegó a mudarse con nosotros durante varios años. Trabajaba mucho y yo lo acompañaba a llevar las vacas”.
Rafael José madrugaba para llevar leche fresca a la mesa, cortaba la leña para el fogón, daba de comer a las aves del corral, preparaba las alambradas, llevaba las vacas a los establos al caer la tarde. Era un peón más en las tierras de don Agustín. “Cuando mi papá veía un hombre trabajador se enamoraba de él. De ahí su relación especial con Rito. A pesar de la distancia que imponía el viejo, Rito lograba estar cerca del padre a través del trabajo”, decía Tom.
Agustín López fue un hombre legendario en su región y bastante atípico para su época. Además de hacendado, llegó a ser Jefe Civil de Guanape, pero renunció al darse cuenta de que su carácter, poco conciliador, estaba reñido con el cargo. Tom lo recuerda como un hombre seco, calculador. Escogía a sus mujeres con cuidado, no solo por su belleza física o su inteligencia, sino también por las tierras o propiedades que tuvieran en su haber. Piedad Muñoz, madre de cuatro de sus hijos, era la hija del doctor Pedro Celestino Muñoz, médico y gran autoridad del pueblo, y de él había heredado la única botica y la oficina de correos. Margarita Barrios de López, su esposa legítima, treinta años menor que él, era hija de un importante hacendado de la zona. En asuntos políticos, Agustín fue conservador casi toda su vida, pero también enemigo de la dictadura y el autoritarismo. En un viaje de negocios a Caracas asistió a un acto político que tuvo a Rómulo Betancourt como orador principal. Fascinado por las ideas del joven político –fundador de Acción Democrática y llamado, décadas más tarde, “el padre de la democracia venezolana”–, se hizo militante de su causa, dándole ánimos a través de extensas cartas y apoyo económico durante sus exilios. Cuando Agustín murió, Rómulo Betancourt le dedicó una de sus columnas en la primera plana del periódico. Desde entonces no ha dejado de especularse sobre el lazo que los unió. ¿Era el Kaiser de Guanape el padre biológico del hombre que llegaría a ser presidente en 1945? Sea como fuere, ambos tendrían una profunda influencia en la vida de mi padre, Rafael José Muñoz.
En la infancia, Rafael José y su madre, Zoila Piedad Muñoz, fueron muy cercanos. Él era el primogénito de la mujer más independiente y culta del pueblo. Pero cuando creció la relación se hizo más distante y áspera, debido a la inquina sembrada por Agustín, cuyo orgullo había quedado herido luego de que Piedad decidiera ponerle fin a ese romance que había dejado cuatro hijos y decenas de cartas de amor ardiente. “Cuando Rito tenía diez u once años –recordaba Tom–, Piedad comenzó su relación con Serrano, el telegrafista, padre de Artajerjes, el menor de los Muñoz y también poeta. Estábamos don Agustín, Rito, Alí y yo en la esquina de la bodega de Tito. En la esquina opuesta, donde estaba el telégrafo, vimos a Piedad. Don Agustín entonces le dijo a Rito: ‘Allá está tu mamá pegada como una hiedra a la baranda del telegrafista’. Mi tío Alí Muñoz recuerda el mismo episodio, pero en su recuerdo las palabras de Agustín no guardan ninguna sutileza y en vez de decir “como una hiedra”, dice una “como una perra”.
El deterioro de la relación con su madre y el trato seco de Agustín animaron a Rafael José a buscar un horizonte más allá del paisaje de su infancia y mudarse al pueblo costero de Puerto Píritu. Decidió argumentar, para evitar discusiones, que quería seguir estudios de bachillerato. La tarde en que fue a buscar a su padre para contárselo, éste estaba en la barbería y, después de escucharlo, toda su respuesta fue: “Haga como mejor le parezca”. A partir de ese momento, la relación entre ambos se volvió monosilábica.
Rafael José abandonó sin aspavientos la casa de los López. Sin embargo, en 1943, Agustín enfermó de cáncer en la garganta y, ya moribundo, tomó su caballo y atravesó la densa sabana por el camino de las recuas de mulas hasta el pueblo costero de Puerto Píritu, donde había mejor atención médica y donde estaba su hijo que, por entonces, tenía solo quince años. Rafael José cuidó a su padre durante muchos días, hasta que murió, asfixiado y en sus brazos, intentando decirle algo. De aquella tentativa de reconciliación nació, veinte años más tarde, la «Elegía a mi padre Agustín», que cierra El círculo de los 3 soles, su segundo libro, publicado en 1969. Allí, Agustín no es una figura hosca y desaprensiva sino un padre brahmánico, con una estatura imponente y magnánima, como si la desazón experimentada en la infancia pudiera ser reparada por la imaginación.

ELEGÍA A MI PADRE AGUSTÍN
(…)
En fin, ha muerto padre Agustín, lo llora Baltazar,
y los peones de la hacienda Manzano, y sus hijos.

¿Quién me regalará plumas de Cristofué, quién olerá
raíces en la tarde, quién cogerá los nidos,
quién se internará en el patio de las coitoras
y llamará a los muertos,
y levantará una lápida con un ladrillo que diga: Kroft,
umugen de bornsnet, bertiken ats grubest,
buitemb uonem para las rocas de Anchuría,
sombrest para el delirio?(…)

***

A los dieciséis años, Rafael José ya escribía poemas. “La pasión política y la pasión poética se manifestaron en tu papá desde muy joven –decía mi tío Tom-. La primera, le venía de don Agustín que como ferviente admirador de Rómulo Betancourt siempre debatía sobre los problemas políticos del país y era, además, un hombre muy atento al acontecer internacional. Nuestra casa era la única de Guanape donde había un afiche de la fuerza aérea británica durante la Segunda Guerra Mundial. Papá seguía los acontecimientos cada día en la radio de un vecino. En la poesía, Rafael José comenzó escribiendo unas cartas de amor que eran la envidia de sus amigos, por lo efectivas. Sin ser muy apuesto, conseguía con las cartas la atención de las damas hermosas. Empezó a escribir sonetos eróticos que luego lo metieron en más de un problema. De hecho, no pudo terminar el bachillerato en el liceo Fermín Toro porque cuando le tocaba presentar exámenes de Historia, en vez de contestar qué había caracterizado al Siglo de Pericles o cómo se había llevado a cabo la Independencia de España, se dedicaba a escribirle poemas eróticos a la profesora Eunice Gómez”.