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Quienes la habitan o visitan comparten el afecto por la gente que saluda sonriente al cruzar la calle o desde su ventana. Sienten la gentileza y solidaridad en cada esquina, donde la vida pasa sencilla entre niños jugando y vecinos que conversan bajo árboles con mariposas amarillas. ¿Cómo no enamorarse para siempre de La Pastora?

Crónica Liza López V. / Fotografías Carolina Quevedo/ Daniel Hernández/Guillermo Suárez/Adrián Naranjo/Isai Morales

¿Cómo no asombrarse cuando sus fachadas estallan de color en el momento que las encandila el sol de la tarde? En ese preciso instante, un viernes cualquiera, pareciera que todo se mueve en cámara lenta. El verdulero que siempre se instala junto a la iglesia acomoda las parchitas al lado de las papas.

Los niños lanzan la pelota en la plaza y bajo la pérgola, tres señores canosos se ríen de sus cuentos. Una dama se detiene un minuto a saludarlos y sigue su rumbo con dos panes canilla bajo el brazo. 

De pronto, un chico corre por las escalinatas de la plaza sosteniendo su birrete de graduación. Posa para que le tomen una foto con la iglesia de fondo. A lo lejos, una madre sostiene la mano de su niña mientras suben la cuesta de la calle real. Hacen una parada frente a una casa para conversar con una vecina asomada en su ventanal. 

En La Pastora conmueve ver la vida sencilla que camina ida y vuelta por calles estrechas, que se toma tiempo para saludar y tomarse un café cuando ven la puerta abierta, que juega y grita contenta frente a los abuelos, que lleva cuarenta años anunciando con el sonido de la misma campana el carrito de helados. Que tiene altares con el doctor beato José Gregorio Hernández junto a varias vírgenes y santos en un rincón preciado de las casas, bares o comercios.

Aquí lo veneran y recuerdan en sus rezos en voz baja, en los murales de sus calles y en las procesiones. Ahora hay una casa-museo donde se le rinde homenaje, justo en la misma calle donde murió luego de un accidente en 1919. 

Al noroeste de una capital agitada, aquí todavía se conserva parte de la Caracas de los techos rojos. Vestigios de los tejados característicos y de la vida sencilla de aquella capital de antaño cuando se fundó como parroquia un 16 de octubre de 1889, hace 135 años. 

Esa sensación de que el tiempo se conserva, de que el patrimonio mantiene su esencia, del olor a café colado con media, a torta recién horneada a mitad de cuadra o a sancocho de res en la esquina, es lo que fascina a quienes la habitan (más de 140 mil personas viven aquí) y visitan.  

Es lo que encantó a los migrantes venidos de España, Italia, Portugal a inicios y mediados del siglo pasado, cuenta el cronista de La Pastora, Víctor Zambrano.

—Había muchas pensiones que recibían a hombres solos que llegaron desde otros países a vender hortalizas, a trabajar en la construcción. Ya tenemos pastoreños de segunda y tercera generación de aquellos migrantes.

El propio señor Víctor es un pastoreño adoptado de por vida por esta comunidad y sabe, por la familia de ascendencia española de su esposa, cuánto arraigo se puede sentir por este lugar.

—La Pastora es parte de mi gentilicio —dice orgulloso—. Soy un enamorado de La Pastora. Me enamora su gente amable, sus casas con personalidad. Suelo salir una hora antes de mi casa a cualquier diligencia porque siempre consigo a alguien con quien me paro a conversar.

Esto no es cuento de camino, es una anécdota que recuerda el cronista al señalar una casa antigua frente a la plaza José Félix Ribas, conocida coloquialmente como plaza La Pastora:  

—Hace unos meses un señor ganó una pelea de gallos y cumplió su promesa de brindar un sancocho. Hizo una sopa comunitaria en esa casa amarilla, donde vivió la madre de López Contreras (general Eleazar López Contreras, presidente de Venezuela de 1935-1941).

Una cuadra más arriba, junto a una mesa de plástico donde exhiben envases con caramelos, unos amigos conversan con Narciso Pichardo, famoso profesor de música de La Pastora. Ya terminó sus clases por hoy y se sienta a echar cuentos.

Minutos antes, Sheiner Brito, un chico de 16 años que está por graduarse del liceo Agustín Aveledo, comentaba que el profe Pichardo era su vecino del bulevar Brasil, la calle arbolada que queda a unas cuadras de la plaza y donde también vivió el médico y científico Jacinto Convit, reconocido por conseguir la cura contra la lepra. 

Le llama la atención la cámara y accede a que le tomen una foto. Dice que él también hace entrevistas a sus compañeros de liceo y las sube a sus redes sociales.  

—Les voy a decir lo que significa para mí La Pastora: es la mejor parroquia. Aquí la gente es buena, tranquila. Se muestra la unión. He ido a otras zonas de Caracas y no son así.

En otros lugares de la ciudad tampoco hay aceras elevadas. Me pasa algo extraño cada vez que las veo. No logro enfocar bien el recuerdo pero siempre me invade la sensación de haber caminado de pequeña muchas veces por allí de la mano de mi abuela Tata cuando vivíamos en La Pastora. 

El canto de “aseoooo, aseooo” me regresa a los lados de la plaza y pregunto por qué grita así. Me responden que este señor pasa avisando 15 minutos antes para que la gente saque la basura a la calle antes de que pase el camión a recogerla.

Por estos lados se ven pastoreños mayores en todos lados. Caminando, sonriendo, aprendiendo música o en un taller de costura para confeccionar disfraces de una obra de teatro escolar.

A la profesora Beatriz Miranda se le puede conseguir en las mañanas concentrada enseñando piano en la Casa de los Abuelos que queda en la calle real. Sus alumnos, también de la tercera edad, dicen que es la mejor profe del mundo. 

Cuenta la historia que desde el punto más al norte de La Pastora y en la falda del Ávila donde termina el Camino de los Españoles, bajó más de una vez el Libertador Simón Bolívar en su ruta hacia la capital. Por ese Camino de los Indios, como aparece en las primeras crónicas de viajeros, transitaron también los colonizadores que cruzaban la montaña desde el puerto marítimo hacia la ciudad. 

Atravesaban un grueso portón de madera ancha que llamaron La Puerta de Caracas, y bajaban por una calle -la calle real- que fue empedrada hacia fines del siglo XVI para recibir a personajes ilustres que visitaban la capital venezolana. 

Dicen que el Libertador, en su descenso hacia la ciudad, también hacía paradas en Catuche, a pasos de la calle real, para descansar en la sombra de la Ceiba, ese árbol gigante considerado sagrado para quienes viven junto al río que hidrata sus raíces.

Ha resistido, junto a los catuchenses, deslaves, tiempos violentos, que se han transformado en razones para fortalecerse.

Por allí, muy cerca, se mantiene también digno el Puente Carlos III, uno de los más antiguos de Caracas.

La vía de la calle real llega hasta la Iglesia de La Divina Pastora y la plaza central, para luego convertirse en una calle de adoquines con vocación peatonal pero por donde hoy transitan carros. En una de las casas frente a la plaza, se asoma detrás de un ventanal Cecilia Galeano y su ayudante. Dan las buenas tardes seguido de un “a la orden”. 

A esta hora del mediodía pega fuerte el sol, pero una sombrilla de playa colgada en la reja protege los dulces que venden. No tiene nombre por fuera pero los clientes saben que el negocio se llama Boca Ceci.

—Le pusimos así por el apellido de mi esposo, Bocaranda, y por mi nombre, Cecilia. Un día dijimos, en plena pandemia, qué tal si abrimos esa ventana y montamos una bodega. Teníamos un taller de costura pero no daba mucho. Ahora vendemos variedad de juguitos, chucherías… Nos ha ido bien, gracias a Dios.

Desde esa ventana se descifra la fachada de la iglesia detrás de frondosos árboles que dan buena sombra a la plaza. Hace fresco bajo estas pérgolas, donde los novios se besan con pudor y las abuelas cuidan que los nietos no corran muy lejos. 

Entre mayo y agosto, si se mira fijo hacia el campanario seguramente verán una nube de mariposas amarillas detenerse unos segundos en la copa de estos árboles mientras migran al sur en busca de zonas más cálidas. 

Nos gusta pensar que las mariposas amarillas bajando del Ávila inspiraron al escritor colombiano Gabriel García Márquez en los años que vivió en Caracas (1957-1959), en la urbanización vecina de San Bernardino. Nos gusta creer que ese aleteo que observó en estos cielos figuró luego en Cien años de soledad.

Es parte de la ensoñación que provoca sentarse a contemplar en estos bancos de la plaza. 

Si por casualidad cruzaron frente a la iglesia el viernes 28 de junio de este año, 2024, habrán presenciado la primera boda en este templo luego de ocho años sin celebrarse matrimonios. A la salida, justo en la puerta principal, todavía quedaban rastros de arroz con el que bendijeron a los novios. Al sacristán, José Gregorio, el acto le sorprendió porque tenían tiempo sin hacer estas ceremonias. Dice que ahora pocos son los que se casan. Recuerda que antes, en otra época, se oficiaban hasta doce matrimonios en un día.

No sabemos si los novios y sus invitados festejaron con una torta de las Hermanas Suárez, la famosa repostería a la que muchos, pastoreños o no, han encargado su postre para celebrar alguna ocasión. No pudimos precisar ese dato, pero sí conseguimos la foto del feliz momento capturado por un fotógrafo de La Pastora.

Este fotógrafo, Isai Morales, nos lo presentó Manuel Lara, otro pastoreño desde sus obras gráficas e ilustraciones promueve, como muchos otros artistas de esta parroquia, el amor por este lugar. 

—Aquí hay un sentido de comunidad. Todos nos conocemos. Es una comunidad viva. La Pastora es mi lugar especial. A mis amigos les digo: vengan a conocerla porque es un recordatorio de esa Caracas que no queremos que se pierda. 

No, no queremos que se pierda.

Porque nos enamoramos para siempre de los techos rojos que quedan, de las sonrisas amables, de la devoción por José Gregorio Hernández, de las mariposas amarillas sobre la plaza, de la sopa de los sábados, de los niños que juegan al aire libre.