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—Espere un segundito.

Frente a la habitación, en un extremo del pasillo oscuro —la mano pálida en el picaporte—, el hombre dice:

—Espere un segundito que aviso que me cuiden a Ángela.

Tubos de oxígeno, mesas rodantes, ruidos a metales sanadores: cuchillos, agujas, esas cosas. Todo lo demás: prolijidades de hospital privado. Un médico, las manos envueltas en la viscosidad del látex, baja la vista por precaución, pero el hombre no lo ve. Camina errático, como si fuera a desarmarse, y entra en el cuarto de las enfermeras. Dice:

—Por favor, me la cuidan a Ángela.

Y está claro que esa frase no es un ruego: es una orden.

Después, en una sala con televisor, butacas, donde otros parientes esperan a que todo pase o a que todo termine de pasar, el hombre —alto— se sienta y dice que la cuenta de este hospital le va a salir una fortuna.

—Pero fue ella: ella quiso internarse.

Ella. Ángela.

***

Es poco después del mediodía. El televisor está anclado en Mirtha Legrand y sus almuerzos. El hombre —camisa clara, pantalón beige, saco de hilo— se llama Horacio Tirigall y nació en San Isidro ochenta y un años atrás.

—Éramos doce hermanos. Doce. Mi casa era un cuartel, realmente.

—¿Su padre qué hacía?

—Mi padre… Ramón… trabajó en la aduana toda la vida.

Vuela un pañuelo desde su bolsillo. Zic, zac, se frota cada ojo enrojecido.

—Perdonemé. Era un gran artista. Tocaba la guitarra, hacía de todo. Un acuariano que hacía títeres, un gran cocinero. Mi madre se llamaba Ángela. No permitió nunca, con doce hijos, que entrara un médico en la casa. Jarabe de tuna para esto, de cebolla para lo otro. Un día mi hermano estaba jugando al fútbol y se hizo un tajo terrible. Se le empezó a poner negra la pierna. Lo llevaron al hospital y le dijeron: “Mire, va a haber que cortarle la pierna”. Y mi madre dijo: “Primero lo voy a llevar a mi casa”. Le puso agua caliente, sal, rezó. Y se curó.

En las Navidades, dice, eran ciento cinco. Una mesa interminable, y fogateiros con fuegos de artificio, y las guitarras.

—Yo había hecho una traducción de Romeo y Julieta cantada por un gaucho: “Les voy a contar ahora la historia del gaucho Luna/ que una vez que tenía sed se tomó una laguna./ Subido en una vinchuca que era más grande que él/ una vez se mordió un pie por el lado de la nuca./ Como el gaucho era leído, cuando una tarde llovía/ dentró en una librería para ver qué habían traído/. Para mitigar sus pesares y serenar su alma inquieta/ compró Romeo y Julieta que escribió un tal Chaquespeare”. Y ahí arrancaba con lo de Romeo y Julieta.

—¿Usted leía mucho?

—Si. Flammarion, Freud, Heine. Pero en realidad, todo eso lo leía para disimular lo que estaba haciendo, que era estudiar astrología y astronomía. Después pasaron cosas.

La primera: que un día, yendo al colegio, pasó por la quinta de una escritora mundana, sofisticada, que vivía en el vecindario.