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“Los horóscopos no son serios; lo mío es una ciencia”, titulaba la revista Gente, en el año 2008, un artículo donde Horangel decía así: “Tengo más de cuatro mil aciertos. Pronostiqué la muerte de la princesa Lady Di con el día exacto (…) Si hubiera puesto un consultorio, estaría forrado en dólares. Pero mi trabajo es serio. Los horóscopos son poco serios, y lo mío está basado sobre estudios”. En la página 243 de su libro Predicciones astrológicas 2008-2009 pueden leerse cosas como estas bajo el signo de Sagitario: “El Lucero Vespertino tocará Sagitario (…) en su pasaje por el sector, ayudará a resolver viejos dilemas conyugales, amparará los noviazgos y las uniones postergadas se consumarán con felicidad. (…) La agudeza y la fina percepción para los negocios rápidos patrocinarán adquisiciones significativas, traslados e inauguraciones”.

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Datos difusos, frases desdibujadas, escenas inconexas: eso sucede cuando Horacio Tirigall habla de los nexos que llevan de ciertas cosas a ciertas otras: en este caso, del nexo que llevó de la inexistencia absoluta de Ángela Groba en su vida a la existencia absoluta de Ángela Groba en su vida. Difuso, vago, desdibujado, habla de reuniones en las que él solía tomar cualquier objeto que le dieran los presentes y aventurar, en plan de broma, alguna cosa acerca del dueño de ese pañuelo, de ese par de gafas. Habla, en particular, de una reunión en la que una mujer le dijo: “¿Por qué no me dice algo sobre este anillo?” y que él, sin pensarlo, respondió: “A la persona dueña de este anillo la mordió un caballo y tiene un ojo de vidrio y está en cama”.

—La mujer me contestó: “En efecto, mi marido acaba de ser mordido por un caballo, y está internado en un hospital”.

Difuso, vago, desdibujado, dice que se cruzó con esa mujer en más reuniones y que, en una de tantas, la dama le dijo: “Conozco a una persona que le puede interesar” y le dio una dirección, en la ciudad de Córdoba, de una chica llamada Ángela Groba, universitaria, estudiante de francés, grafóloga, ganadora de premios literarios desde los ocho años. Horacio Tirigall le escribió, a esa mujer, una carta petulante en la que le hablaba de Schopenhauer y de poetas alemanes. Ella no le respondió durante dos meses. Y, cuando lo hizo, ya no hubo manera de parar. Él tenía veinte. Ella, seis menos. Eso quiere decir que, cuando Ángela Groba empezó a enamorarse de ese hombre al que no conocía, era una niña de catorce años.

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—Yo no dudo que Horangel cree en lo que hace, pero es una impresión personal –dice Alejandro Agostinelli—. Y no está bien juzgar a las personas por las impresiones. Porque no sabemos si él maléficamente sabe que está engañando a los demás o si confía en lo que hace. Pero se expone al ridículo y eso te inspira cierta ternura. Por otra parte, no son los tipos como Horangel los responsables de lo que sucede, sino los medios, que siempre andan buscando gente rara para que haga afirmaciones extravagantes. Y después nosotros, los periodistas, nos hacemos los tontos, nos lavamos las manos, decimos ah, no sé.

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—Ángela escribía tan divinamente.

Horangel tiene la piel muy lisa, intocada por el sol, los poros espesos, apretados, de un varón de veinte.

—Cuando me llegó su primera carta perdí toda cordura. Nos escribíamos tres veces por semana. El tipo del correo me decía: “No te veo caminar pisando el piso, vas flotando”. Estuvimos un año escribiéndonos antes de conocernos. Ni siquiera nos habíamos mandado una foto. Un día le dije: “Mirá, yo tengo absoluta dependencia de esta relación con vos. No pienso en otra cosa, no puedo hacer otra cosa que escribirte y leerte. Tengo que casarme con vos”. Le sugerí a Luis Bacalov, ese pianista joven con el que dábamos conciertos, que hiciéramos uno en Córdoba. Le dije: “Resulta que me escribo con una chica y no la conozco, nunca la vi, pero me he enamorado de ella. Vive en Córdoba, tiene catorce años, y no podemos dejar de escribirnos cartas fogosas, ardientes”. Fuimos. Cuando llegamos, tomé un mateo para recorrer el territorio. Y ella estaba en la puerta, sola. Nos dimos un gran abrazo. Un abrazo definitivo. Yo no la conocía, pero hubiera podido dibujarla. Yo temblaba todo el tiempo, y ella también. Después me presenté a los padres. El padre no me quería. Me decía: “Usted es un seductor literario”.

Un año después, Ángela Groba y Horacio Tirigall se casaron y empezaron a vivir en San Isidro.

—Ya había decidido que la música no era para mí. Había conocido, en casa de Luis Bacalov, a Lalo Schiffrin. Y me di cuenta de que yo no podía tocar el piano. Para mí fue como la línea Maginot: dije “basta, empezó otra guerra para mí”.

Y, aunque nunca dejó de tocar Beethoven para Ángela, abandonó la idea de la música y empezó a ser esto que es: Horangel, la mezcla de Horacio y Ángela.