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III. Contrastación empírica (diría Popper)

No sé cuántas veces me he encontrado en algún lugar de esta ciudad atravesando una señal invisible que dice: “A partir de aquí, usted va a su suerte”. Es algo que puede traducirse como la ciudad advirtiéndonos que  estamos abandonando toda realidad arquitectónicamente formal para adentrarnos en el —no necesariamente placentero, aunque sí básico— reino de la informalidad salvaje.

Una experiencia puede describir mejor uno de esos cruces: bajando una escalera, en el sector La Acequia de El Guarataro, me topo con un trío de adolecentes —casi adultos— que queman una piedra en una lata. Al verme, José, mi guía —como si de verdad supiera—, me hace una seña para que me tranquilice, que no pasa nada… y eso: mi vida es en ese momento es nada, pura y simple posibilidad de cualquier cosa.  José tiene razón, no pasa nada, no les intereso, estoy a salvo. Pero, coño, si les hubiera interesado nada nos habría salvado. En la ausencia de cualquier forma de autoridad, institución o ley que los contuviera, de haberlo deseado, esos tres me habrían devorado a placer. Es la otra cara de la ecuación de Manuel: la ciudad es lo urbano más la arquitectura. Si no, es el wild world del Gato Stevens.

Otro día, tan cualquiera como el de arriba, sólo que un poco más hacia el este de la ciudad (por El Rosal), me encuentro en la calle donde pasé los primeros años de mi adolescencia: calle El Retiro. La recorro buscando huellas de lo que fue y ya no es. Allí jugaba con mi manada en las bicis, en las patinetas y, ya hacia el final de mi estancia, en las motos. En ese entonces era una  urbanización de casas con contados edificios: todo lo bueno sucedía en la calle. Hoy es una acomodada, aunque aburridísima, urbanización de edificios hechos en su mayoría de tablilla y cristales. Subo por El Retiro, bajo por La Alameda, cruzo en la Boyacá y regreso por la Carabobo… no me tropiezo con nadie en todo el recorrido. El silencio sólo es interrumpido, esporádicamente, por algún ruido proveniente de la autopista. Otro cartel invisible se me aparece, dice textualmente: “Está usted en un lugar donde toda pulsión de placer urbano ha sido reprimida por la realidad arquitectónica reguladora”. Zape.

Llego a conclusiones contrastadas. Los caraqueños padecemos de una condición desgraciada: tenemos en la configuración espacio-temporal que nos otorga el gentilicio de dos ciudades. Está esa con su latido urbano, salvaje y básico,  pero sin arquitectura ni principio formalizador alguno: una ciudad de la nada. Y está la otra, donde reina el principio de realidad y se reprime hasta su anulación todo principio de placer: estructura formal sin nada que formalizar, positividad pura (diría Hegel), o sea: muerte.

IV. Una ilusión en el porvenir

Freud llegó a afirmar que, en lo psíquico, el desgarramiento del yo tenía consecuencias irreversibles. Me atrevo a afirmar que, en lo que respecta a Caracas, no es así… sobre todo porque ésta fue la capital del zurcido invisible. El cómo es lo que hay que ver, revisarlo. Un cliché: la síntesis sólo es posible a través del reconocimiento.

La mayor parte de los habitantes de ambas ciudades permanecen aquí porque buscan lo mismo: los beneficios que la metrópoli (la ciudad sana) ofrece, el placer racionalmente encausado por la realidad o, si se prefiere, la justa síntesis entre lo urbano y la arquitectura. Estas dos ciudades que conforman Caracas confían testarudamente en la distopía de que una va a acabar con la otra e impondrá su ley. Eso, por fortuna, nunca va a pasar. Pero mientras no encontremos las bisagras y los puntos de conexión —ni generemos los espacios para la integración— el trastorno sólo puede empeorar. Toca hacer terapia.