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Son las diez de la mañana de cualquier día laboral. Un centro comercial y empresarial de una de las urbanizaciones de clase media caraqueñas acaba de comenzar, hace dos horas, la frenética actividad que cesará doce horas después. Por el largo pasillo que hace la arquitectura del lugar circulan ejecutivos, oficinistas, tenderos y personal de servicio que comienzan la jornada. Entre muchos transeúntes, viene un trío de mujeres altas, algo pasadas de kilos, con formas remarcadas por los estrechos jeans. Están “buenotas”, se diría. Los altos tacones y el tipo de andar, con buen tumbao en las caderas, les dan algo común a las tres. Una de ellas va coronada con una diadema de finalista de concurso de belleza, pero nada que ver. Aquel cuerpo y aquel rostro no dan para tanto. La cara está desgastada a pesar del rímel y la pintura fresca de los labios. El aspecto de las otras dos es semejante pero sin coronas. No es carnaval y desfilan.

Un poco después, por las escaleras mecánicas descienden un par de mujeres, más jóvenes, más bonitas que el trío que le antecedió. Igual con pantalones bien ajustados. Una ventila el liso abdomen y la otra fuerza la cintura con una delgada cadena dorada.  Los tintes del cabello, y sobre todo las risas cuando hablan, las hacen diferentes a las oficinistas que, aún cuando no han llegado a su sitio de trabajo, ya tienen expresión de aburridas.

En otro centro de la ciudad, el centro-centro, quienes llegan a comenzar sus labores se cruzan con quienes se resisten a terminar la rumba nocturna. El centro en las noches cambia de moradores pero la movida se mantiene. Sobre todo por los alrededores de la Plaza Miranda, el San Juan que va hacia San Martín, los predios de la iglesia Santa Teresa, del terminal de La Hoyada, la avenida Baralt que nunca para. Quinta Crespo. Zona de madrugada para unos que acaban y otros que  comienzan.