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La movida nocturna del centro es intensa en bares, cabarets, burdeles, algunas calles. Los burdeles llamados de “mala muerte”, como todo buen burdel, trabajan con turnos rotativos que permiten ofrecer servicios permanentes. Los clientes entran y salen, le dan vida a la zona. Pareciera que la hacen segura por aquello de que −en estos términos− lo peor es que una calle se quede solitaria.

Al llegar la noche, los centros comerciales, los espacios públicos de confianza, se enrejan, apagan la luz o la dejan tenue para que los pocos caminantes nocturnos se orienten hacia su lugar. Allí, mientras unas salen del trabajo, otros entran. Y no es que el quinteto de mujeres, aquel del principio de esta crónica, sea el equipo del turno nocturno de las oficinas donde van las aburridas. Nada que ver. El quinteto viene del burdel instalado entre los puestos de automóviles del estacionamiento, como varios otros burdeles en otros centros comerciales de la ciudad. Así los clientes llegan hasta allí, confiados en la seguridad, entregan las llaves del auto al parquero y desaparecen furtivamente tras las puertas de lo que pareciera un elegante club.

La diferencia de estos burdeles con los del centro es que hacen un alto en las mañanas para retomar la actividad al mediodía, cuando algunos clientes vienen a calentar los motores antes de iniciar la jornada laboral vespertina. Pero el movimiento aumenta cuando las oficinas, las tiendas, los restaurantes cierran y la gente de paso ya no tiene dónde ir. Es entonces cuando la cola para entrar al estacionamiento del centro comercial se hace de camionetas cuatro por cuatro y sedanes en muy buenas condiciones. Casi todos con vidrios ahumados; los que no permiten imaginar cómo será los ocupantes que pasan en oscuridad: hombres solos con aspecto de solvencia económica.  Solvencia que les permite tomar y brindar con whisky dieciocho años, quizás champaña, pagar la compañía de la chica y unos cuantos gramos de coca a precio de revendedores. Muchas veces la coca sustituye al sexo porque sus efectos secundarios no le permiten cumplir el principal al caballero y la trabajadora sexual queda liberada de compromiso.

Durante el día en el centro-centro, los burdeles y hoteles de a rato siguen prestando sus servicios sin fin pero las ofertas sexuales en las esquinas, plazas, pasillos, sótanos y dónde uno menos se imagina, se diversifican.  Las mujeres maduras, las doñas que ya no salen de noche, a pesar de las tetas caídas, abdomen flácido, cejas y labios pintados como de muñecas de trapo, aparecen para atender su clientela: casi siempre desempleados o jóvenes deseosos de aprender con su experiencia o la fantasía de poseer a la madre, o a la abuela, vaya usted a saber. Pero si el cliente tiene otras  necesidades puede conseguir más jóvenes, adolescentes, tan frescas o frescos como entre los diez y los dieciséis años, a solicitud expresa a los proveedores. Posiblemente en los centros comerciales también.