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1. Náufragos del Plexiglás. Una alegoría que puede representar la separación entre el lenguaje de la ciudad-formal y el de la ciudad-informal es la difícil estrategia de la taquilla. Tabiques de acrílico o plexiglás separan las voces: de un lado, el solitario representante de la institución convertido en singular resumen del poder, cumpliendo los protocolos que le ordena su condición impersonal; del otro, la masa variopinta, la pluralidad intentando ordenarse en fila india, con estaturas y voces diferentes pero todas condenadas a enfrentarse con el círculo interrumpido de huequitos taladrados en la plástica transparencia.

Cada quien atesora su bagaje léxico, referencial, semántico y hasta sintáctico que no siempre entra en coincidencia con la estandarización de las voces que necesita mantener el pobre solitario que debe atender durante ocho horas a los más diversos especímenes sonoros. La soledad del funcionario que está dentro de la taquilla se carga de una solemnidad poderosa. Hablar a través de ese colador de sentido ya es un rito urbano. Algunos se pondrán de puntillas, otros se agacharán lo suficiente, habrá quienes aumenten el volumen de su voz y aquellos que deban afinar su oído: todo para poder coincidir con los veinticuatro agujeritos concéntricos por los cuales la voz pasa y se devuelve, en el intento de entenderse con el otro y dar paso al siguiente.

Cada experiencia comunicativa que pretenda hacer coincidir nuestra singularidad con la estandarización —cada taquilla— requiere un esfuerzo, así sea menor. Un sacrificio individual me traslada desde el lugar de enunciación que soy hacia la voz aparentemente común que somos. La idea de mantenerse incólume ante la masa puede verse frustrada de inmediato por un “¿Ah?” del interlocutor: basta esa locución apelativa, imposible de traducir, para despertarnos del naufragio sonoro y devolvernos a los botes salvavidas. Quizás es la única manera que tiene el habla para defenderse de sí misma.

2. Faros paralelos. Nada está tan alejado de la lengua formal como la experiencia burocrática. La riqueza retórica que se activa en las oficinas públicas y sus taquillas infinitas forman parte de la curiosa imposibilidad de estandarización que nos identifica. No opera en la burocracia con las dinámicas de la lengua formal, al menos ya no como en lo que Ángel Rama llamara la “ciudad letrada”, sino en los recovecos y giros imposibles del lenguaje legal, esas torceduras del derecho. Carteleras que se contradicen, nuevas providencias, requisitos imposibles. Orientarse con la lectura, ejerciendo el papel de lectores, es tan infértil como el corcho que contiene las docenas de chinchetas coloridas: para sobrevivir, hay que mudarse de la lengua al habla.