El Estado es una gran taquilla, pero la coladera de su acrílico es un enigma, un secreto que sólo puede descifrarse confiando en el otro. Los favores de un vigilante, la experiencia de una secretaria, las biografías de quienes esperan por un trámite: todas esas regiones informales se convierten en los únicos faros útiles. Nada de lo que se lea en los códigos civiles o en las páginas web punto-gob-punto-veé tendrá tanta utilidad como estos abrevaderos paralelos.
3. Estigia comunicante. Taquillas invisibles. Existen. Por ejemplo, los blindados aunque imperceptibles tabiques que separan al conductor de los autobuses y camioneticas del resto del mundo, convirtiendo al colector de pasajes en una suerte de médium que nos conecta con un más-allá sincrónico. La soledad de un chofer de transporte público es un monumento posible.
A pesar del oráculo descrito en los carteles que en el parabrisas señalan su ruta, cada cierto tiempo una voz interpela a la esfinge conductora con interrogantes del tipo “Señor, ¿usted pasa por tal parte?”. Las respetuosas fórmulas de tratamiento son síntomas de esa solemnidad que despierta el poder del solitario: equivocarse, en este caso, puede conducir al extravío, a pérdidas de tiempo y de lugar. Señor y usted son el salvoconducto del foráneo, pero a veces, por las taras singulares, no consigue una respuesta del médium (nunca la tendrá del chófer), sino en la voz de uno de los pasajeros. Cuando eso sucede, el preguntón aborda la unidad entregado a la confianza de su igual y recibe del colector, Caronte, un imperativo “Pague al bajar…” que frustra el segundo intento comunicativo: ese gesto universal del billete extendido con una sonrisa.
4. Archipiélago miamorcitero. Somos una cartografía flotante de fórmulas de tratamiento. Mi amor, mi pana, hermanazo, mi amorcito, viejito, mi vida, amigo, mi reina, maestro. Sólo eso nos salva de pasar demasiado tiempo en las taquillas inevitables. Esperar la eficacia sin agenciarla puede parecernos una necedad: es vital ser amigo del vigilante, devenir paciente del taxista, coquetear con la secretaria anónima, convertir al mesonero en nuestro jefe, ser el pana de todo aquel que durante algunos minutos signifique un poder del cual pendemos. No es educación. No es campechanía. Es supervivencia sonora. La ciudad-formal es muda y arquitectónica o, en el mejor de los casos, tiene la voz de Shia Bertoni convertida en ascensor inteligente. La voz es posesión única de la ciudad-informal, de la otra, la deforme, la bulliciosa.