Quizás las fórmulas de tratamiento sean las culpables de nuestra impuntualidad. Parece que una porción de nuestro genotipo obliga a establecer chácharas con desconocidos, cuyo único factor en común posible de determinar radica en la penitencia de la espera. El tiempo que invertimos abriendo, sosteniendo y cerrando una conversa que nos resguarde de la impersonalidad se traduce en una obscenidad que aglomera a los demás en las colas de las taquillas de la vida. Nunca nos sentimos tan extranjeros como cuando, más allá de nuestras orillas, la gente se detiene delante de una taquilla y deja colar por una ranura algún formulario, sin necesidad de miamorcitear al operador o colar un chocolatico. Ni siquiera toleramos la idea silente del cajero automático: traducimos el sonido de los billetes a nuestro lenguaje, exclamando gozosos un “¡Dijo que sí!”. Toda transacción pasa forzosamente por el diálogo.
5. Coda para (a)notarse. Hay en cada taquilla una urgencia de hacernos notar. Terrible silogismo: necesitamos hablar; hablamos demasiado; necesitamos demasiado. Sólo las picardías de la lengua-informal nos sirven de vivaque.
Si la ciudad-formal, como he leído recientemente, puede reducirse a la idea de un lugar donde suceden los intercambios de todo tipo (además del concepto socarrón que dice que una ciudad es aquella región que consume todo lo que no produce), la lengua-formal que debería ordenar a Caracas se esconde tras un encriptado sistema de signos que nos resistimos a leer. Somos una cantidad de bagajes cruzándose, tejiéndose y mezclándose entre sí, incapacitados para callar y empeñados en alterar nuestro aparato fonador a conveniencia. Hemos aprendido a sobrevivir sin señalizaciones. Somos semas salvajes sin semióticos domadores. No existe un Plan Rotival para el habla y, si existiera, seguramente se quedaría en el mismo no-lugar (u–topos, utopía) del siempre postergado anhelo urbanístico. Alexis Márquez nunca será el Barón de Haussmann.