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El hombre alza la mano con la que empuña un cuchillo pesado, de hoja ancha. Arremete con fuerza contra la tabla plástica de picar, tan amplia como una mesa para dos. Alza la mano, estrella el filo del cuchillo contra la carne, repite el movimiento una y otra vez. Sus golpes son directos, rápidos, certeros. Corta el chicharrón de cochino sin piedad y barniza la tabla con grasa. A su lado, las láminas doradas de piel de cerdo crujiente reposan amontonadas dentro de un cajón de paredes de vidrio empañadas por la grasa.

Es un local sencillo en Santa Teresa del Tuy, en las afueras de Caracas. Sólo hay un par de mesas plásticas para cuatro y un mostrador, un mobiliario similar al de otros tantos paradores turísticos o puestos de carretera donde suele venderse chicharrón en Venezuela.

—¿Está fresco? —pregunta un hombre en franela, bluyines gastados y chancletas.

—Claro que sí, como siempre —responde el otro mientras sigue cortando.

—Ve pesándome medio kilito con carne mientras voy a pagar, pues.

El hombre de franela camina hasta el interior del local y entrega su tarjeta de débito a un hombre de panza robusta sentado frente a una mesa de plástico curtido. Al fondo, en un rincón, un muchacho de brazos musculosos toma una vara de metal gruesa, de su estatura, y remueve el contenido de un caldero gigantesco. Lo que se está cocinando es piel de cochino frita en su propia grasa. El vapor es sofocante, el aroma envolvente y penetrante: chicharrón de cerdo, manjar traído de la cocina española y extendido por toda Latinoamérica, desde los tianguis Mexicanos hasta las pampas Argentinas.

—Epa, gordo, cóbrate medio kilo con carne ahí —ordena con determinación.

—Son 2 millones 300 —indica el gordo.

—No, no, quiero medio kilo nada más —corrige el hombre.

—Bueno, eso es medio kilo. El kilo está en 4 millones 600 mil con carne, 4 millones 200 mil sin carne —explica el gordo con desgana.

—Pero hace tres semanas el kilo estaba en dos millones… —dice en una mezcla de queja y desilusión.

El gordo se ríe con sorna como tratando de explicar algo que es evidente.

—Eso fue hace tres semanas, mano. Todo sube en la calle, el chicharrón también— replica.

Las cifras del aumento vertiginoso de los precios se vuelven tangibles en la cotidianidad. Hasta para comprar cochino frito en un tarantín. Los precios cambian a diario, bueno, en realidad, en cuestión de horas: el informe de la Comisión de Finanzas de la Asamblea Nacional indica que la inflación acumulada del primer cuatrimestre de 2018 es de 897,2%, mientras que la firma de análisis financiero Ecoanalítica la calcula, hasta el pasado 11 de mayo, en 1.661,0%. Estas cifras convierten a Venezuela en el país con la hiperinflación más alta de Suramérica, superando los episodios de este fenómeno experimentados en Argentina y Brasil en los años 80.

El hombre de franela tuerce la boca en un gesto de frustración y el gordo se alza de hombros, fastidiado.

—¿Sabes qué? —grita el hombre de franela al del cuchillo, desde adentro— Mejor pésame nada más un cuarto de kilo, que igual me voy a dar mi gusto antes de que vuelva a subir de precio. Igual los reales no valen nada en esta vaina.