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Donde muchos disfrutan sabores y colores de fiestas nocturnas, otros se adueñan de espacios para acallar el vacío de sus estómagos. Este retrato de una de esas esquinas en la capital del Zulia muestra la promesa incumplida de sacar a los niños de las calles.

Una crónica de Jorge Morales Corona producto de la 6ta cohorte del Diplomado HQL

Ilustraciones Betania Díaz
Su mirada tiene lo que por esperanza llamamos “el ansia que no descansa”. Se cuela entre el ruido inclemente, las salpicaduras de grasa y el incesante humo de los carros de comida. Parece solo un espectro que ha dejado la noche entre sus soledades cotidianas. Recorre con sus ojos cada una de las luces de los autos que pasan, lanza el brazo, extiende la mano y la mueve enérgicamente en busca de atención: ofrece con el gesto un puesto en su acera. Fuera de él, la calle parece el extracto de un festín: hay algarabía en el aire, la gente sonríe, se goza el momento con amigos y con familia; hay aquellos que besan a quienes quieren o los que brindan la siguiente ronda de cerveza para los acompañantes. Pero algo está claro: esto es solo un instante de luz. Más allá de este par de cuadras solo aguarda la ciudad y sus sombras. Lo puedes mirar en ese epicentro del consumo: un tramo de calle que se diversifica entre carritos de comida rápida, restaurantes, ventas de repuestos para autos, barberías, peluquerías, una sucursal de banco o una ferretería. El olor de la carne a la parrilla se confunde con el de la basura que se acumula en algunas esquinas, o bien sea que decora las ruinas de restaurantes y negocios que vieron su cierre a merced de la situación económica o por la pandemia de covid-19. La gente va y viene, a pie o en carro, y come con buena gana. Es una de las calles del hambre (como se conoce a los lugares donde se disponen lugares de comida rápida en las vías) de la ciudad, aunque este nombre suscita ambivalencia: hay quienes vienen a saciarla y otros, como él, viven en esa calle criando un hambre que nunca llega a ser resuelta. La noche en Maracaibo, la capital zuliana, se contrasta muy bien entre estos sitios del disfrute y esa suerte de misterio y peligro que desde hace muchos años recubre sus calles solitarias y avenidas oscuras. Él vuelve a la carga, lanza su brazo y un muchacho en una camioneta gris atiende a la señal. «¿Por dónde, mano?», pregunta el segundo. «Ahí, frente a Press. Tranquilo que va a estal bien cuidao», le responde el primero mientras señala las ruinas de lo que por un tiempo fue un bistró famoso de la ciudad. Espera pacientemente a que el cliente coma, se eche unas risas y continúe su camino. Mientras tanto, le hace seña a otros conductores o busca la compasión de aquellos que han dejado comida de sobra y llevan a casa. Siempre está ocupado, eso es cierto, lo que no puede asegurar es que ello genere frutos.

Cuando el cliente termina, se monta en la camioneta, baja el vidrio y le dice como la gran mayoría: «Quedé limpio, será para la próxima».

La primera cicatriz que obtuvo fue a los cinco años. En la barbilla. Otro niño, en medio de una discusión por el espacio, lo empujó y fue a dar directo al filo de un brocal. No recuerda muy bien lo que pasó, solo la sangre. El rojo vivido en el recuerdo y la cicatriz que quedó como testigo del suceso son cosas que, según se dice a diario, «te quedan cuando sobrevives».

Con los años ha aprendido cómo defender su espacio, esos metros de acera que no le pertenecen pero en los que manda. Esa pequeña distancia es su reino y nadie puede decir lo contrario. Ya todos los que le conocen lo saben y no se preocupan en invadirlo.

Esto no significa que no haya peleado por lo que es suyo. Ha tenido que enfrentar más de una pelea a puño limpio, algunos dientes rotos o dos cicatrices extra. Su joven cuerpo parece provenir de una batalla interminable, donde las heridas no terminan de cerrar cuando una nueva aparece, o donde literalmente son limpiadas con la punta de la lengua. Las ve con orgullo: un trofeo de todas las conquistas callejeras que ha tenido en estos años.

Pero, a pesar de todo, en su mirada todavía se sostiene ese resquicio de vulnerabilidad que lucha a diario por esconder.

Luis* tiene casi dos años trabajando en la calle Cecilio Acosta de Maracaibo. Conoce de la noche lo que la noche misma puede contar. En medio de las sombras ha creado esa armadura oxidada que un niño no debería cargar.

Los trabajadores de los puestos de comida ya lo miran con cariño. Forma parte de la fauna que, con el tiempo, ha poblado ese par de cuadras donde se concentra uno de los puntos con mayor actividad de comida callejera de la ciudad. A menudo lo ven por la avenida 9B, cerca de Abraham Burger o de ¡Qué bárbaro! Cerca está su espacio y como un vigilante informal gana alguna sobra de comida o, en raras ocasiones, un par de dólares o bolívares.

Le conocen como «Gato», por el color ámbar de sus ojos que, en medio de la noche, resalta como él solo. Es un muchacho de contextura flaca, piel curtida y pelo amarillento gracias a un cambio de look auspiciado por las muchachas que atienden en la peluquería de esa cuadra. Ese resto de agua oxigenada le dio un cambio extra que le gusta, como un gesto para desafiar esa rutina hostil de sus días.

Aunque no lo reconozcan, le dieron ese apodo por el hambre que nunca acaba en él y que muchas veces tiene que ahogar con los desperdicios que se encuentra en la basura de la zona.

Él se ve a sí mismo como un adulto. Con lo que tiene resuelve el día y si le alcanza le comparte a dos de sus hermanos que ve esporádicamente. A diferencia de él, los hermanos mayores son nómadas de ciudad: caminan todos los días desde el centro hasta 5 de Julio e Indio Mara a pedir comida o, en ocasiones, robar. Luis está claro, así como no miente al decir que llegó al robo cuando la situación ha apretado.

Tiene nueve años y habla del pasado como lo haría un veterano de guerra: con recelo y pasajes borrosos o anónimos. No habla mucho y cuando lo hace predomina un matiz de amenaza velada en cada palabra. En su discurso solo utiliza la jerga de la calle, la que ha aprendido escuchando a los transeúntes insomnes, los que trabajan mientras el sol no despierta y de aquellos que se han criado entre las sombras de las bombillas moribundas de la vía y el olvido que se apodera de la ciudad.

No solo ha vigilado carros, también les ha limpiado el parabrisas a más de uno. En ocasiones vende caramelos, cigarros o tostones que compra con lo que ahorra. Desde hace tiempo no explora otros espacios, o busca apearse en otros sectores porque no le resulta. Siempre hay competencia y peligro, sobre todo esto último. Aunque no pertenece a ningún grupo, como es el caso de otros niños, ha podido sortear el reino de las calles y convertirse en otro lugarteniente de hambre anónima. Sufrió en varias ocasiones golpizas de bandos enemigos o, como recuerda, salir corriendo antes de que le metieran «un pepazo en la cabeza». En la calle Cecilio Acosta lo quieren, han sabido convivir con él. Por las malas tuvo que aprender lo que era el respeto, pero ello no significó que dejase de adquirir humildad y valentía para enfrentarse a cada noche.

Entre cliente y cliente solo mira el esplendor de los carritos e imagina, en el humo condensado de todas esas planchas, poder alguna vez sentarse, pedir una buena hamburguesa y reír como lo hacen tantos mientras él vigila desde la acera.

La sangre lleva en sí varios pasajes de la memoria que tiene de su primera infancia. No solo recuerda el episodio de su barbilla contra el brocal, sino el día que mataron a su padre.

Aunque solo lo hace por un instante, evita ahondar sobre ello. En la mirada se le dibuja el momento donde un par de motorizados balearon al papá frente a la casa de su abuela y, enseguida, el charco de sangre que dejó al caer sin vida en la acera.

Por momentos piensa en su padre, aunque ya no recuerde su cara sino el cuerpo tendido: ese último rescoldo de la evocación pasada que sigue doliendo a pesar de todo. No sabe por qué ya no puede reconocer su voz o su rostro, ni el de su madre o sus hermanos menores. Todo parece formar parte de la vida de otro, tal vez un doble que ya él ni se molesta en reconocer. Ahora lo único que ve es la calle, las caras con las que comparte sus noches y nada más.

«Vivíamos en el Barrio Reyes Magos, pero yo no sé pol dónde queda», dice. Tampoco sabe si su abuela sigue viva o si algún familiar lo podrá reconocer. Él dice estar solo y nada más. No busca más palabras para describir su historia familiar porque no la necesita. Él se mira como su casa y su compañía… y nada más.

Como él son muchos los niños que día a día pueblan las calles de Venezuela: infantes del olvido, testigos de la soledad que han tenido que crecer en la medida que la necesidad les ha dejado. Según cifras publicadas en 2019 por la Asamblea Nacional, durante la IV Legislatura presidida por el opositor Juan Guaidó, la diputada por el estado Aragua de ese período (2015-2019) aseguró que 966.200 niños se encontraban en situación de calle, sufriendo la vulneración de sus derechos de tener hogar, alimentación y educación. Ese dato contrasta radicalmente con la cifra oficial del primer período presidencial de Hugo Chávez cuando aseguraban que solo 4.000 niños padecían el mismo escenario, y en aquel entonces (1999) se prometió -como en la mayoría de los gobiernos- acabar con la problemática. En los últimos años, y con la situación generada por la pandemia, se prevé que estas cifras hayan incrementado. 

En junio, Luis cumple diez años. Cree que son diez y que su cumpleaños es en junio. No tiene certeza de nada porque el pasado es borroso, el presente imprevisible y el futuro un tanto oscuro en la mayoría de las ocasiones en que lo piensa.

Quiere estudiar, aprender a contar bien, hacer algo más que ser dueño de nada: ni de su historia, ni de su espacio, ni de su quehacer diario. Vive porque alguien le contó alguna vez sobre su vida, conoce su nombre por inercia, pero no recuerda su apellido. No consigue pertenencia más que a la ley de la calle y al frío húmedo de las aceras. Pero aún así quiere ser alguien: inventarse un nombre, otra historia, crear algo más que una vigilancia inefectiva de transeúntes que lo dejan con las manos vacías. Su mayor sueño es estar detrás de una plancha, cocinar hamburguesas y preparar perros calientes. Tener un puesto y llamarlo «El propio Luis», haciendo alusión al nombre de un reconocido establecimiento de comida rápida de la ciudad. Por eso, cada noche imagina ese futuro que parece tan fugaz como el desvanecimiento del humo que nace de los carritos. A pesar de tener todo en contra, Luis cree que algún día tendrá la oportunidad. Si nadie se la da, él la buscará. Siempre con respeto, humildad e inteligencia. Mientras eso llega, el día lo sorprende acurrucado junto al puesto de periódicos en la Avenida 9, tratando de dormir bajo su vieja sábana aunque los comensales, amanecidos luego de la rumba, no dejen de poblar estas calles desnudas con su hilarante discurso hambriento.

Este trabajo fue producto de la sexta cohorte del Diplomado Nuevas Narrativas Multimedia Historias que Laten, en alianza con el CIAP-UCAB y la Fundación Konrad Adenauer.

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