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Tiene una libreta en la mano y hace anotaciones. Mientras escribe, repite okey, okey. Se le escucha decir: ¿Entendemos todo lo que vamos a hacer? –ella no solo pregunta, también da instrucciones mientras va de un lado a otro–. A mí, todos mirándome a mí. En las paredes de aquel salón compiten afiches con los retratos, en blanco y negro, enmarcados en dorado, de sus padres. En aquel espacio, las palabras son sonidos y las letras son notas. ¿Quién va a tocar la escalerita? ¿Quién va a tocar la canción de Do, Re, Mi, Fa, Sol?, Guadalpe Mi, Betania Fa, Luis es Sol, Isaac La. De repente alza la voz, cambia el matiz, eleva los brazos, su ceño se frunce para decir: Atención, disciplina, tratando, con la ayuda de cuatro jóvenes profesores, de contener a aquellos 17 niños entre tres y cinco años que asisten ese día a la clase. Ella es maestra. Dirige una escuela que fundó hace 27 años. Sus asignaturas son piano y lenguaje musical. Es pianista. Hay ensayo en el auditorio de la Escuela Experimental de Música Manuel Alberto López, –el nombre de su padre¬–. Ella es Olga López.
Cada día, a partir de las 3:00 de la tarde, en la calle principal de la urbanización La Cabaña, en el municipio El Hatillo, es común observar carros frente a las escaleras donde destaca un toldo verde. Apenas subir los pocos escalones, se escucha un alborozo de voces infantiles. Acompañados de sus padres o abuelos se observan niños y niñas desde tres años de edad que se inician en el mundo de las notas, los ritmos y sonidos. Te portas bien, dice una joven madre, mientras se despide de su pequeña. Hola, maestra, ¿cómo está? Entonces contesta: Hooola, Daniela, ¡qué bella estás!, vamos a clase, hay que ensayar. Olga no imaginó que aquellos juegos en que se emperifollaba y usaba los tacones de sus hermanas mayores, fantaseando con ser maestra, serían realidad. Mi vocación es la pedagogía, de chiquita mis juegos eran ser la maestra, la mamá y la alumna. Me gusta, me apasiona. Me encanta enseñar y estar en la música, dice mientras sus ojos brillan y su voz toma un impulso especial. Por un momento baja el tono, eleva la mirada, para luego dejar salir como un adagio: Gracias, Dios mío.
En el auditorio tres pianos, dos de cola y uno vertical, violines y guitarras perfectamente alineadas en el piso. Olga va de un lado a otro, da instrucciones a los profesores. Rápido, no nos podemos equivocar, le dice a los niños y niñas. Los deditos. Manita bonita. Esooo. Ahora, sentada frente al piano Bösendorfer. Da un giro y dice: ¿Quiénes están sin instrumento? El ensayo continúa.

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Aunque es de piel blanca, su papá la llamaba “negrita”. Se presenta con la rigidez de una partitura: firme, hierática. Solo quienes se acercan para sumergirse en las aguas de la música, saben que Olga se conmueve, ríe y hace esfuerzos para contener aquel mar que clama por salir de sus pupilas. Se emociona cuando habla de Daniela, su hija violinista, y de Paciano, su compañero de vida y admirador número uno.
A Olga se le ve quieta sólo por momentos, de repente ruge como las olas. Ella es fuerte, dice Marilyn –quien trabaja en la escuela desde hace 18 años– pero también es muy suave. Es solo una coraza. Su esencia es ser noble. En eso se parece al instrumento que ejecuta y que inventó el italiano Bartolomeo Cristafari, por los años 1700 y llamó pianoforte por los matices suaves y fuertes que lo caracterizan. Todo depende de la tecla que le toquen. En las paredes de la escuela se exhiben los reconocimientos institucionales y personales que ha recibido, entre ellos, la placa que le dedicara su exalumno, Carlos Valera Coll: “Gracias por tus regaños que fueron muchos” y la carta que le enviara, el ahora famoso internacionalmente, Kristhyan Benítez, “No tengo sino los recuerdos, el aprendizaje… de mi maestra, mi mentora, pero, por sobre todo mi mamá ‘Olguita’. Te debo la vida!”
Olga sigue teniendo sus matices fortes, fortísimos –voces italianas para denominar fuerte, fuertísimo en música–, pero así como ya no se denomina pianoforte a ese cetáceo negro salpicado con el blanco de las teclas, Olga es piano. Ella es suave. Escuchar el vals Olga que le compuso su amigo Igor Lavrov, es escuchar el arrullo de una madre o presenciar una danza de mariposas.
Olga nació el 31 de enero de 1947. Es barquisimetana. Ser músico estaba en su destino. No sólo porque el estado Lara es la cuna de la música en Venezuela, sino porque Doña Carmen, su abuela paterna, y Luisa, su mamá, tocaban piano. Porque su padre, siendo niño, tocaba el piano con un dedito, y les pedía a los músicos de la orquesta La pequeña Mavare, tóqueme una locha de música.
En el hogar conformado por Manuel Alberto López y Luisa Medina se criaron los seis hijos escuchando Penumbra, vals cuya letra escribió don Manuel. Doña Luisa puso a todos sus hijos a estudiar música. Recuerda que cada noche se reunían con cuatro, guitarra y maracas alrededor del piano y su padre le decía: Ven, negrita, vamos a tocar y todos cantaban el bolero: Yo tengo ya la casita, que tanto te prometí/ Que Dios te dé mucha vida, negra, y mucha felicidad. Sonríe e intenta contener las lágrimas. Olga tiene su sello. De mi mamá tengo la disciplina. De mi papá, la alegría de vivir en la música. Cuando veo las fotos de mis padres siento ganas de tenerlos a los dos.

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Hoy tenemos que trabajar fuerte y duro, dice con voz grave. Se para frente al piano. Da palmadas: un, dos, tres… y los pequeñines comienzan a entonar: -El tren – se va – el tren – se va – caminando sin parar – El tren – se va – el tren – se va – caminando sin parar – Los niñitos que se quieren montar – se tienen que apurar-. Como ella misma dice: Los trenes hay que agarrarlos. El tren preciso, sin dudar, si no ir y decir ya, al tren de la vida. Así lo hizo ella con aquella determinación de ir a estudiar música fuera del país. Sólo consultó con su maestro de piano Eduardo Rahn. Con él montó su primer recital en la antigua sede del Colegio de Médicos. Olga rememora que al final del concierto, un médico la felicitó y le dijo: ¿No piensa salir fuera a estudiar?, –a lo que aquella joven de 17 años respondió–: No, porque yo estoy estudiando Psicología. Mire, –dijo el médico– la Psicología usted la puede estudiar cuando tenga sesenta años, en cambio el piano exige de su juventud. Mientras describe el momento, Olga acaricia sus brazos. Dice: Ya no lo pensé, y se me metió en la cabeza: Me voy, me voy, me voy. Me enrumbé. La llama se prendió y no se volvió a apagar. Se postuló a la Academia Internacional de Piano Magda Tagliaferro en París. La aceptaron. Se fue. Sin beca. No dejó pasar el tren. Las palabras del tío Joaquín López fueron importantes: Si esa va a ser su vida, y es lo que ella quiere, ella se va. Olga estuvo cinco años estudiando en la capital francesa, hasta que obtuvo el diploma de estudios superiores de música como ejecutante de piano.

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María Clara, ¿qué toca?, el Do, muy bien, sonríe mientras la pequeña, sentada a su lado, toca la tecla blanca que precede a las dos negras. Búscame otro Do. Bravo, María Clara. El ensayo continúa. Sabe por experiencia que para ser músico no basta el talento, hay que conjugarlo con mucha práctica, disciplina y determinación. Su debut fue en el canal 5 –la Televisora Nacional de los años cincuenta– con la orquesta básica del preescolar donde estudiaba, tenía cuatro años, así como los pequeños que ahora se inician en su escuela. La música le cambia la vida al ser humano. El orgullo de Olga son sus alumnos y la institución que ha consolidado con su esfuerzo. En 1997 recibió el premio municipal de Música de Caracas, por “Mejor Actividad Pedagógica” y en el año 2000 el municipio El Hatillo crea el premio municipal de música que lleva su nombre. La Manuel Alberto López es la única escuela privada de música inscrita en el Ministerio de Educación, Patrimonio Artístico y Cultural de El Hatillo y ha recibido cerca de 200 premios nacionales y 25 internacionales.

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Es viernes en la noche y en el auditorio del Centro Social y Cultural de El Hatillo, Don Henrique Antonio Eraso, se realiza el concierto de gala de los profesores de la escuela que Olga dirige. Ella está en el escenario. Traje largo, labios rojos. Todas las miradas se posan sobre el cetáceo negro y su fiel ejecutante. Sus dedos emprenden un vuelo sobre el teclado para esparcir las armonías de Contradanza del siglo XIX de Vicente Emilio Sojo. Las notas flotan en la atmósfera de aquel recinto. Termina la pieza. Aplausos. Bravoooo… Bravoooo. Se levanta, sonríe, abre sus brazos, baja su torso en actitud de reverencia y gratitud. Aplausos. Bravoooo…Bravoooo. Es Olga López, maestra de música, maestra de piano.