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Pocos la conocen por su nombre de pila, Ninette. Incluso, a ella le encanta que la llamen por el apodo que ostenta desde hace años y que dio origen al nombre de su restaurante, “La Gorda”, el primero que se estableció cuando El Hatillo despuntó como polo turístico.

Ninette tuvo muchos oficios y obligaciones antes de dedicarse por completo a la cocina. Su aparición en el mundo gastronómico fue gracias a las enseñanzas recibidas de doña Angelina de León, en el arte de preparar hallacas. A eso se dedicó durante cuarenta años. “Para las navidades del año pasado hice 7.000 hallacas por encargo, pero ya no hago más, me duele el cuerpo”, dice con una mezcla de satisfacción y resignación.

En aquellos inicios culinarios, hace varias décadas, la venta de hallacas era solo una temporada al año y había que contribuir de manera más regular con la economía familiar, por lo que decidió asumir la cantina del colegio La Conopoima, en La Lagunita. “Allí, las arepas y empanadas que yo hacía eran tan duras que los niños se podían partir un diente tratando de comerlas”, recuerda con humor.

Sin embargo, su tesón la llevó a seguir aprendiendo y a insistir en lo del negocio gastronómico. Al ver un local en alquiler cerca de la Plaza Bolívar de El Hatillo, se dijo: “ese va a ser mío”, y en menos de un mes ya había instalado tres mesas. El Día de la Madre de 1983, en la calle Paz, inauguró el primer local de venta de comida en el pueblo. La jornada diaria de Ninette comenzaba a las 5:00 de la madrugada y terminaba a las 11:00 de la noche. En esas horas su esfuerzo iba desde atraer al público –“Pasen, pasen a probar mi comida, si no les gusta no la pagan”–, hasta estar pendiente de los fogones donde preparaba comida italiana junto a tradicionales platos criollos en los cuales se iba especializando: bollos pelones, mondongo, pabellón. Lo más caro de aquel entonces era el lomito a ocho bolívares.

El local en la calle Paz funcionó durante tres años. Le pidieron desocupación y ya era necesario un sitio propio. La solución: su casa de familia. Un año más tarde –siempre con el apoyo decidido de Pepe, su marido– la casa se transformó en dos ambientes distintos: abajo lo que sería no un local de comida, sino “un restaurant”, y arriba, la casa familiar donde, también, el centro es la cocina.

El nuevo local, para ser un restaurante completo, necesitaba un nombre y cuál más adecuado que el de la dueña. Pero ella decidió no bautizarlo como Ninette, aunque significara gracia, sino “La Gorda”, como la han apodado, cariñosamente, desde hace años. Así, en 1987, abrió sus puertas en la calle Palermo, el restaurante que 34 años después se llama “La Criollísima Gorda”.

En el actual menú que se sirve en 17 mesas, hay dos platos que hacen honor al nombre del local: carne “a la Gorda”, una carne en trocitos, guisada, pero no cualquier guiso, sino uno con secreto de quien lo creó, y un desayuno compuesto por arepas, carne mechada, perico, caraotas negras, tajadas de plátano frito y chicharronada.

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Ninette es un nombre de origen francés que significa gracia, un don que la ha acompañado por siempre. La última de los cinco hijos del matrimonio De Valery Martínez vino al mundo en el consulado de Venezuela en Managua, el 21 de abril de 1945. Su padre era el cónsul de Venezuela en Nicaragua y su madre, nicaragüense.

En sus memorias de niña está la añoranza del padre por su remoto Macuto y la música del Alma Llanera. Por eso, en cuanto tuvo veinte años y en contra de los deseos de la madre, se vino a Venezuela. Llegó a la tierra del padre, donde encontraría el amor, nacerían sus hijos y haría su vida que, sin proponérselo, estaría por siempre vinculada a lo gastronómico.

—Era bellííísima –dice don Pepe, sonriendo y abriendo sus enormes ojos turquesa claro.

Fue en un restaurante en El Rosal –propiedad de una prima de Ninette y en el que Pepe era jefe de mesoneros– donde la pareja se conoció. A José Verea –don Pepe– le cautivó la estampa de aquella veinteañera, alta, ojos acaramelados, realmente hermosa. A ella le bastaron la gentileza y la simpatía que él derrochaba y nueve meses después se convirtieron en marido y mujer. Un amor nacido con buena sazón. El hogar lo formarían en El Hatillo, donde habían llegado los padres de Pepe, emigrados en la postguerra española.

Aunque en la familia Verea De Valery tengan raíces españolas, nicaragüenses y hasta francesas, hay un gentilicio que marca un antes y un después en sus vidas: el ser hatillanos. “En El Hatillo nacieron y se criaron mis hijos, he hecho mi vida. Yo le debo mucho a este pueblo que me acogió y también me aprecian por mi comida”, reconoce Ninette.

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Es viernes. Más de la 1:00 de la tarde. Hora de comer. Al llegar a casa de Ninette parece Navidad. Huele a guiso. Notas de especias, hierbas y vino seducen el olfato. Don Pepe, mira la olla con atención; es él quien cocina un estofado de cordero. Es abril, y como en toda primavera hay celebración. Ninette arribó a 72 años de vida, cinco décadas de matrimonio y el mismo tiempo viviendo en El Hatillo.

Esa tarde, Ninette tomada del brazo de Jesús –Chucho, un nieto– baja las escaleras con parsimonia, con la elegancia y hermosura que conserva de sus años mozos, escenifican el día, en que con apenas 17 años, Ninette ganó el título Miss Pacífico en 1963. De ese triunfo quedan las fotos de una joven alta, bella sonrisa, generosa en curvas y aire seguro. A estas alturas de la vida, Ninette, de tez muy blanca y expresivos ojos aguarapados, se ha autoadjudicado otros títulos: Miss Emprendedora, Miss Determinación, además el de mamá y abuela. Estos dos últimos roles son los que más la enorgullecen. “Crié a mis hijos trabajando. A todos los hice profesionales y buenos ciudadanos”. El mayor consentimiento que Ninette hace a sus hijos y nietos es cocinar. “Me fascina cocinar para ellos”.

A Chucho, le gusta la carne guisada con papas, “Uff, es lo mejor”; para “Pepón” –el hijo mayor– todo lo que prepara su mamá es delicioso, aunque no sucumbe ante los platos nicaragüenses, a diferencia de su hija Gaby, a quien le encanta un plato nicaragüense, el “gallo pinto”, que no tiene gallo sino caraotas fritas revueltas con arroz. De la gastronomía de su primera patria, Ninette disfruta del vigorón, el plato típico de su país: chicharrón “que tenga algo de carne”, montado sobre yuca salcochada y ensalada de repollo y tomate. Aunque ella realmente delira por los criollos venezolanos, como los bollos de hallacas y, especialmente, por las caraotas; tanto así que todos los días se preparan en su casa y en el restaurante.

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El día de su cumpleaños, Ninette regresa al restaurante después de una relativa larga pausa por razones de salud. Todo es regocijo esa tarde entre su equipo de trabajo y los clientes que la reencuentran.

“Este es mi equipo y señala con orgullo a las siete mujeres que trabajan en la cocina del restaurante. Ellas vienen de Turgua, Sisipa, El Calvario, Petare, hay una hasta de Maturín”. Para ellas, Ninette, no solo es jefa, sino la amiga, la maestra.

Esta tarde don Pepe, ya está en el local, degustado un cordero que él mismo ha preparado en su casa para una fecha tan especial.

—Está llegando la gente bella –dice en tono bonachón.

Cerca de él una mesa de ocho puestos está reservada para un grupo que va llegando poco a poco y todos saludan a los dueños con familiaridad.

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Ninette ya no está al frente de los fogones. Pero la sazón, el esmero y esa sensación de estar en familia se mantiene, ella enseñó a quienes trabajan en el local, no solo de comida, sino de atención, excelencia. Su hija Claudia, su mano derecha, ha tomado el timón.

En La Criollísima Gorda se sigue sirviendo comida como hecha en casa; el asado negro es su plato estrella, sin opacar al pollo a la parmesana o la lengua en salsa. Muchos artistas nacionales e internacionales –entre ellos dos premios Nobel de Literatura: Gabriel García Márquez y Camilo José Cela– han probado los deliciosos manjares que se sirven en las mesas.

Por eso y más, los clientes le bendicen las manos. Y con orgullo, ella todavía responde: “El que cocina con cariño todo le sale bien”.