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En varias hojas sostenidas por un clip el doctor Maza lleva un registro fúnebre: la lista de sus afectos fallecidos desde el año 2002. Allí ha anotado el nombre y el apellido de cada persona de su entorno que ha tenido que velar o sepultar. “Lucila Velásquez”, se lee en la última página, en tinta azul y letra cursiva. Este último nombre fue el de una amiga de la familia que había muerto meses antes, a mediados de 2009.

De un tiempo para acá, quienes forman parte de la intimidad de Domingo Felipe Maza Zavala se hacen una pregunta constante: ¿Quién escribirá, a su muerte, su nombre al final del cuaderno?

Pero esta inquietud al doctor Maza parece no preocuparle demasiado. Siente que su misión de vida se ha completado. La promesa que hizo en el lecho de muerte de su padre está saldada: a sus ochenta y siete años ya puede concluir que es un profesional con éxito.

El siete de noviembre de 2010 –un año y unos meses después- aquella libreta quedó sin notario. Domingo Felipe Maza Zavala falleció a los ochenta y ocho años debido a complicaciones digestivas. Nadie ha escrito su nombre en el último lugar del cuaderno.

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Llevaba a cuestas una trayectoria de vida reconocida y asociada a tres instituciones donde ejerció varios roles: la Universidad Central de Venezuela (docente), El Nacional (periodista) y el Banco Central de Venezuela (economista).  Para él, la gran recompensa de vida, sin embargo, no se reducía a su éxito profesional. Su esposa, su único hijo y sus cuatro nietos eran los grandes pilares que lo sostienen.

Una tertulia con él es difícil de olvidar. Su innegable elocuencia –era conversador prolijo cuando el tema era de su preferencia- podía mantener a cualquier interlocutor atento a cada palabra por más de dos horas, sin pausa.

Luego de su retiro de la vida pública activa, siempre citaba a los periodistas en su propia casa. Había que dar tres pasos adelante del umbral de la puerta principal, un giro de noventa grados a la izquierda y otros tres pasos más al frente para encontrar al doctor Maza en su despacho.

“Buen día, ¿cómo amaneció? Pase adelante”, era el primer recibimiento, acompañado de un gesto con la mano derecha que invitaba a sentarse en la silla de visita.

–Dígame ¿qué la trae hoy por acá? –preguntaba–. Empecemos cuando quiera.

Durante treinta años, Maza Zavala vivió en un apartamento del piso siete del conjunto Coral Garden en Los Caobos. En la pared principal de la biblioteca-despacho siempre lo acompañó un cuadro de perfil de un Simón Bolívar semisonriente. Lo acompañó en su creación bibliográfica, durante las mañana, cuando se sumergía en la escritura.

Las tardes las reservaba al cuidado y compañía de la “diosa”, como llamaba a su esposa Alicia.

Debajo del cuadro de Bolívar, entre otros adornos, La Biblia, una foto de Alicia, un Quijote estilizado en bronce, seis pipas colgadas y una caja de habanos ya descolorida por el paso del tiempo. Con este “altar” de fondo, vestido de guayabera color crema, estaba sentado Maza.

El rostro de este economista y periodista era muy poco expresivo, solo asomaba intentos de sonrisas cuando recordaba algún hecho de su infancia. No cualquier anécdota agregaba intensidad a sus relatos verbales. La sobriedad era su insignia.

Ante cualquier intento de lisonja, bajaba la mirada y se escudaba diciendo: “Yo soy normal, como cualquier mortal”.

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El cuatro de noviembre de 1922, la maestra Luisa Zavala dio a luz al segundo  hijo del matrimonio con su esposo Domingo Maza Velásquez, Domingo Felipe, en la capital del estado Anzoátegui, Barcelona.

Para sobrevivir, Domingo, el padre, siempre se dedicó al oficio periodístico en pequeños diarios, casi escolares. La vivienda de los Maza Zavala, fabricada con  bahareque, estaba ubicada en el centro de la ciudad. No había lujo y entre todos se apoyaban. La casa tenía tres habitaciones para los diez miembros (ocho hijos), una sala minúscula y un jardín con flores y siembras en conuco de maíz, frijoles, patilla, café y almendra de cacao.

La economía familiar era inestable: los ingresos esenciales para el hogar no eran suficientes con la tipografía y los diarios que administraba Domingo, el padre. Luisa comenzó, entonces, a trabajar como maestra de escuela.

Cuando Domingo Felipe alcanzó la pubertad, apenas tendría conciencia de lo que significaba una pérdida familiar. Su padre falleció de pulmonía. “Mi padre murió de treinta y seis años de edad. Era una época donde la medicina estaba poco avanzada. Y yo estuve ahí junto a él antes de morir”, rememoró allí sentado, bajo el Bolívar de perfil.

La voz se le entrecortaba: “Se empeñó en que yo estudiara, saliera adelante en los estudios hasta que fuese un profesional universitario. Cuando murió, me miró y dijo: ‘Pobrecito, ya no se va a graduar’, lo cual constituyó para mí un desafío porque mi padre quería que yo lo hiciera. Y así lo hice. Le cumplí”.

Las lágrimas brotaban de sus ojos saltones. Al doctor Maza le costaba respirar cuando hablaba de su padre. Parecía que el recuerdo lo hubiera dejado petrificado con la mirada aislada. Minutos más tarde se incorporaba a la silla y pedía disculpas por llorar.

* * *

Mientras sus hermanos menores se dedicaron a diario al oficio de los juegos, Domingo Felipe quería hacer cosas diferentes. A veces se aplicó como shortstop en un club juvenil de beisbol, pero los deportes no fueron su fuerte.

A los diez años se aficionó a la lectura de todo género. Doña Bárbara, La Trepadora, Vuelta a la Patria, El Materialismo Histórico, El Conde de Montecristo, Los Miserables, y la Revolución Francesa fueron sus libros favoritos.

Obedeciendo su vocación, y para honrar al padre, a los trece años también fundó su primer periódico. El semanario Senderos no logró sobrevivir, sin embargo, a sus problemas de financiamiento.

Empezó entonces a alternar las profesiones que le heredaron sus padres, siempre con el libre albedrío de ejecutarlas. “Periodismo y docencia: ambas cosas me han ayudado. Porque son dos disciplinas que permiten, por una parte tener una visión integral de las cosas y, por otra, adquirir una actitud de interpretar y transmitir”, explicaba.

Los pasos hacia la enseñanza comenzó a andarlos en la adolescencia. A los quince años, cuando cursaba el sexto grado de educación, el director de la Escuela Federal Graduada Cajigal de Barcelona le ofreció un empleo. El director me dijo ‘mira, aquí hace falta un maestro de quinto grado. Hazlo tú mientras encontramos un maestro formal’. Y así lo hice”.