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“Si me hubiera quedado en Panamá no habría sido músico”, dice al recordar el episodio con el decano.

Esa mañana de 1970, el segundo de los cinco hijos de Anoland y Rubén recibió un recado que le dio un compañero de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Panamá.

—El decano quiere hablar contigo.

Rubén Blades Bellido de Luna había comenzado a estudiar para abogado tres años atrás. La dictadura militar de Omar Torrijos cerró la universidad en 1968, apenas se hizo con el poder, y la reabrió un año más tarde, así que el joven Blades acababa de retomar sus estudios de Derecho. Tenía veintidós años. Por las tardes trabajaba como mandadero en una compañía de contabilidad para fletes, la Panama Agencies, por cincuenta dólares al mes.

El sábado y el domingo eran otra cosa.

—¿Usted va a ser músico o abogado? —le preguntó el profesor Dulio Arroyo cuando lo tuvo enfrente, en su despacho.

—Abogado —respondió Blades.

—¿Entonces por qué anda tocando por ahí los fines de semana?

Hacía rato que el estudiante cantaba, componía, coreaba y soneaba para bandas locales. Había escrito “Pablo Pueblo” y “Cipriano Armenteros”. A los diecisiete años comenzó profesionalmente con el Conjunto Latino de Papi Arosemena y más tarde grabó con Los Salvajes del Ritmo, Bush y sus Magníficos y la Orquesta Dismeños. Amenizaban fiestas y ponían a menearse a los asiduos de los bares de salsa en vivo de Panamá, el club Windsor, el bohío Agewood. Mira mi ritmo que está sabroso/ tiene mucha salsa/ vacílalo: una voz más grave, con inflexiones que imitaban con descaro a Cheo Feliciano, su ídolo, entonces cantante del Sexteto de Joe Cuba.

Buscó el rock and roll en la pubertad, pero terminó rindiéndose a la influencia afrocubana de Anoland y Rubén: ella de Cuba, pianista, cantante y actriz, Díaz de apellido artístico; él, colombiano, con origen paterno en la isla de Santa Lucía —de allí que el apellido se pronuncie Bléids—, y bongocero.

El estudiante de Derecho que estaba ahora sentado delante del decano ya había hecho también un disco como cantautor.

Durante el cierre forzado de la universidad, viajó una temporada breve a Nueva York, con un boleto que su hermano mayor le facilitó porque trabajaba en PanAmerican, y contactó al productor de su admirado Feliciano, Pancho Cristal, que lo había oído cantar en Panamá. Cristal lo juntó con Pete Rodríguez y su orquesta, y grabaron De Panamá a Nueva York. En la carátula, un Rubencito todavía púber, sonriente, con más pelo y unas patillas que parecen rozarle la quijada, guitarra en ristre, pide un aventón a los miembros de la banda.

Aunque sin mucho éxito, el disco salió al mercado ese 1970 en el que el decano lo increpó.

Blades le replicó:

—Bueno, con eso recibo un dinero que me sirve para comprar mis libros.

—Usted va a ser abogado, usted le está dando mal nombre a la facultad. La gente lo está viendo por ahí cantando y tocando, en vez de estar estudiando. Así que usted decide —cerró Dulio Arroyo.

“Y yo solté la música ese día, no toqué más hasta que me gradué. Hasta que llegué a Nueva York”, dice Rubén Blades al recrear ese episodio con el decano, cuatro décadas después, sentado en esta habitación del hotel donde se hospeda en Valencia, Venezuela. A punto de tomar un vuelo a Maracaibo para el último de sus cuatro conciertos en este país.

Es octubre de 2009 y está otra vez de gira.

***

Ese —negros el traje impecable y los zapatos lustrosos, grises la corbata y el sombrero Panamá—, ese que está de vuelta en el escenario con sus viejos compañeros de Seis del Solar, la orquesta que fundó en 1983. Ese que cierra los ojos y se lleva la mano al pecho cuando entona “Patria”. Ese que se desliza con gracia en el baile, y se arquea, la pelvis al frente, con las maracas como malabares, mientras se muerde el labio. Ese que toca la clave y la campana, y se quita el sombrero en reverencia a un hombre que lo ve en primera fila desde su silla de ruedas, y muestra la escasez de su cabello claro. Ese que encarna a Juan Pachanga y a Pedro Navaja mientras los canta. Ese que habla con el público y busca hacer con ellos contacto visual, que los hace reír y les cuenta, por ejemplo, que esta es la primera vez que usa un apuntador en el oído en una presentación en vivo. Ese que le lanza carcajadas de complicidad a Ralph Irizarry durante uno de sus soberbios solos de timbal y le acerca el micrófono al cámara que retransmite el show en las pantallas gigantes, porque nota que se sabe sus temas. Ese que ahora está solo sobre un taburete, el foco blanco sobre sí, y canta “Adán García”, sin nada más que su guitarra. Ese que al final del concierto de dos horas y media, como en la despedida de una obra teatral, sale al borde del escenario para hacer una genuflexión con todos los miembros de la banda. Ese que todavía grita ¡Se puede!

Ese que está allí en la tarima tan cómodo, como si no se hubiera ido de los conciertos y las giras y los discos. El de toda la vida.

Ese parece distinto a este que está aquí sentado en la habitación del hotel a las diez de la mañana de este sábado, a punto de salir para Maracaibo. El ceño fruncido junta sus ojos aceitunados y subraya los surcos de su frente. Usa ese gorro gris tejido que lleva mucho, y la camiseta, también de siempre, con las iniciales del Show de Rubén Blades (SDRB), el podcast de su página rubenblades.com que él mismo anima, en formato de late night show pero sin recursos. Distante, ahorrativo en sonrisas. En palabras no economiza, eso no: a veces las suelta como cuchillas. No muestra duda en sus opiniones y cuando quiere ser más categórico se inclina hacia adelante, arruga más el entrecejo, y apoya la mano sobre el muslo, el brazo como un asa.

Este que se sirve un café negro cargado, y más tarde otro, tuvo miedo de que la voz no le respondiera en este tour, que el diafragma estuviera débil, tras cinco años sin entrenarlos, mientras fue ministro encargado de Turismo de Panamá: “En mi casa no había ni guitarra”.

A este no le gustan el traje y la corbata, pero aprendió a usarlos para las reuniones de gabinete. Por decisión propia se los pone en los conciertos de esta gira: “Es un reflejo del paso del tiempo”.

Este sentado aquí, nunca tuvo manager: “No tengo carrera, lo que tengo es suerte. No me gusta que me digan lo que tengo que hacer. Yo manejo mi propia destrucción o mi propia salvación”.

Tampoco tiene disquera. En 2003 grabó su última producción, Cantares del subdesarrollo, en una habitación de su casa de Los Ángeles, que Walter Flores, productor musical, habilitó con lo básico. En este disco simple y visceral que dedicó a Cuba y Puerto Rico, una continuación de Maestra vida, Blades hace todas las voces y toca casi todos los instrumentos, a excepción de la flauta, el cajón peruano y la percusión menor, a cargo de Flores. Las congas fueron tomadas de demos de Mark Quiñones, Oscar Cruz y Rey Cruz. El disco está a la venta por internet, de forma independiente.

Este que vuelve y ha estado en conciertos por América desde agosto (y lo estará casi un año más y con ellos llegará a Europa y Asia), enfrenta todos los días una contradicción: no le gustan las giras.

“A mí me gusta el show y disfruto estando con mis compañeros y con la gente, pero las otras veintiún horas: ¡no, no y no! No puedes hablar con la gente, no conoces los sitios a donde vas, no tienes un espacio para pensar y reflexionar sobre las cosas, estás lejos de la gente que quieres, tienes que bregar con todas las zoquetadas sobre las cuales no tienes control pero te afectan…”.

El tour Todos vuelven, en particular, ha sido complejo: incorporó pantallas con efectos multidimensionales en el escenario y los instrumentos de los músicos de Seis del Solar fueron diseñados en exclusiva para ellos: lo último en tecnología. Viajan cuarenta personas en total.

Este y ese: músico, compositor, actor, político, ex funcionario público, amante de la academia.

“Soy la misma persona dando vueltas”.

***

No ejerció como abogado pero lo otro lo hizo todo. Lo que ha querido.

Esta mañana de sábado, aquí en el hotel, viene a su cabeza el momento de su infancia cuando le preguntó a su abuela Emma si ella se iba a morir y ella le respondió que claro. Y que él también, algún día.

Entonces quiso hacerlo todo pronto porque, como fue un niño enfermizo, cuando crecía comenzó a pensar que iba a morir a los cuarenta.

Escribió más de doscientas canciones, grabó veinticuatro discos, actuó en más de treinta películas y también en series de televisión en Hollywood, fue a la escuela de leyes de Harvard para una maestría, ganó siete grammys, y nominaciones al Emmy y el Independent Spirit, fundó su propio partido y fue candidato presidencial en Panamá, con un tercer lugar en las elecciones de 1994. Tiene un doctorado honorífico en la escuela de música de Berkeley, es embajador de las Naciones Unidas contra el racismo. Estuvo a punto de grabar una canción en español con Michael Jackson y grabó un disco en inglés con Sting, Lou Reed, Elvis Costello. Escribe artículos de opinión, a veces. Pinta cuadros en solitario, que están colgados en su casa.

A Jose Massó, conductor puertorriqueño del programa radial Con salsa, que se transmite en inglés en Boston, le confesó en agosto pasado, en medio de una prolongada conversación: “Nunca pensé que viviría tanto (…) Por eso quizás quería hacer tantas cosas en tan poco tiempo, y afortunadamente fui exitoso y para mi sorpresa todavía estoy por aquí, pero tenía una urgencia que me llevó a probar cosas y a hacerlo en mi tiempo”.

En esa entrevista reveló que por eso no pensó en tener hijos. No los tuvo.

Blades agrega esta mañana de sábado: “Mi mamá trabajó mucho, muy fuerte. Ella se sacrificó mucho por nosotros, porque ella pudo haber sido una artista de una proyección mucho más grande. Esa fue otra de las cosas que yo vi: a mi mamá, cuando tuvo los hijos, se le acabó la carrera. Entonces yo dije: a mí esa vaina no me pasa tampoco, aparte de que yo pensaba que no tenía tanto tiempo”.

También por eso se casó tarde la primera vez, a los treinta y ocho años.

Pero llegó ya a los sesenta y uno.

Ahora no se enferma más. En 2006 dejó de fumar, cuando, después de hacerle las pruebas, el médico le mostró la fórmula: colesterol muy alto más cigarrillo más sobrepeso igual a corazón en riesgo. Corre, dejó de comer después de las siete de la noche, juega baloncesto como su padre, se quitó once kilos.

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Cosas que hace en su SDRB:
Se sienta en un cuarto con dos computadores, una copa de vino tinto al lado, durante media hora, cuarenta minutos, y responde las preguntas de los internautas que ellos mismos votaron como las más interesantes: De cómo escribió “El cantante” y se la dio a Héctor Lavoe, de quién es Paula C., de lo que lo inspiró a componer “Ligia Elena”, de qué significa el “mendo” de “Buscando guayaba”. De si volverá a la política o no. De qué hacer para empezar en la actuación. De cómo ese disco Agua de luna, inspirado en cuentos de Gabriel García Márquez, no tuvo éxito. De Charlie Palmieri y Tito Puente pagándole su primer desayuno en Nueva York en 1969 y de “esos tiempos que no regresan más” con La Fania, a pesar de que también habla siempre de la explotación de esa disquera a sus músicos. Ríe, ríe mucho. Bromea.

Promociona grupos musicales de todo el mundo que le escriben a su Myspace.

Lleva invitados: Calle 13, Aleks Syntek, Ralph Irizarry, Juampi (un niño con un programa musical muy popular en la radio panameña), Luba Mason, su esposa, que acaba de sacar un disco de música brasileña en inglés, Krazy Love, y a quien saluda con un beso de lengua. Y le dice Lubi, mi Lubita.

A veces se sienta en el sofá de su apartamento en la zona vieja del barrio San Felipe de Panamá. O prepara un plato con plátanos en la cocina. Otras, está sentado frente al mar con un bloody mary delante, en Miami, con ocasión de los premios Billboard. O camina por el lobby de un hotel en España y entrevista a un miembro de Cirque du Soleil.

Tutea a Gabo, a Raúl Juliá cuando lo recuerda en vida, a Sting, Ringo Starr, Antonio Banderas, Salma Hayeck, gente así: son casi todos sus amigos. Habla de la foto que se tomó con Barack Obama durante la cumbre de Trinidad.

Vuelve a decir que Cheo Feliciano es su ídolo.

El show es grabado, pero como si fuera en vivo. No hay nada ensayado: el cassette y la batería de la cámara se terminan en pleno rodaje.

Todo es idea de Orosman de la Guardia, el diseñador de las portadas de sus últimos discos, con ayuda de su colega David Bianco. De la Guardia hace la cámara del show y lo dirige. Graban el programa en su casa. Le pasa siempre un papel —más que guión, una chuleta— con el orden del día. Durante unos meses el show tuvo un solo patrocinante. Ya no.

Ha estado al aire desde 2007 y Blades habla de él como un desahogo. Lo mantuvo en contacto con sus seguidores durante esa temporada en la Autoridad de Turismo de Panamá.

De la Guardia está a cargo de rubenblades.com y de todas las redes sociales con la marca Blades, las cuentas de Myspace, Twitter y Facebook, el enlace de Youtube, porque el dueño de esa marca no tiene una buena relación con la tecnología; todavía está aprendiendo lo que es un podcast. Pero insiste siempre en que sí son de su autoría las respuestas a algunos comentarios en su sitio web y los mensajes con su firma

Fue de esta página web de donde salió el repertorio de la gira Todos vuelven. Los internautas escogieron por votación las canciones, sobre todo de la época de Seis del Solar y Willie Colón, que ha interpretado en estos conciertos.

Es a través de rubenblades.com como vende su disco Cantares del subdesarrollo (y por Amazon e iTunes). Esta producción no está en las discotiendas: como formato físico sólo salió en una edición limitada en Puerto Rico.

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Cosas escritas, dichas (y no) sobre Rubén Blades:

Los clichés y los apodos periodísticos: “El poeta de la salsa”, “el maraquero”, “el cantor de la patria y el barrio”, “el panameño universal”

Que tiene un carácter explosivo. En la prensa está reseñado un incidente en el programa televisivo Debate Abierto el año pasado: cuando de los planes de turismo el tema se desvió al de la política y hablaron de su movimiento, Papá Egoró, el ministro Blades se molestó y le dio la espalda a la cámara.

Él responde, por escrito, horas antes de este encuentro en el hotel en Valencia: “Soy explosivo con la injusticia, con la estupidez, con los hipócritas, con la malacrianza, con la corrupción, con la altanería, con los racistas, con los que hablan y no saben lo que dicen pero actúan como si lo supiesen”.

Que es impaciente y por eso puede ser grosero. Que es muy crítico: todo eso lo dice él mismo en su SDRB.

“Hay días que estás mejor que otros. Yo no juego. Eso sí, no soy injusto. Yo soy sumamente cuidadoso con eso”, agrega esta mañana de sábado

Que es genuino. Afectuoso. Que se compromete con lo que hace. Que tiene un sagaz sentido del humor y hace bromas todo el tiempo.

También hay gente que no quiere decir sobre él nada. Nada de nada, por más que insistas.

Uno es su viejo compañero, Willie Colón. “Sin comentario”, escribe en un mensaje directo de su cuenta certificada de Twitter. Colón demandó a Blades en 2008, en un tribunal federal de Puerto Rico, para exigirle el pago de 115.000 dólares que, dice, le adeuda de un concierto juntos en 2003 por los veinticinco años del exitosísimo disco Siembra. El juez no ha fijado la fecha del juicio.

La acción legal marcó la ruptura sin retorno del dúo. Blades insiste en que los productores los robaron a ambos y declaró públicamente que nunca más cantará en un escenario con Colón.

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New Orleans, Cuba, España, Santa Lucía, Colombia. Esos lugares están en sus orígenes. De todos ellos tiene en su ADN, pero lo marcó su abuela paterna, colombiana. En la Panamá de los cincuenta —una democracia constitucional dominada por la oligarquía de la época, las fuerzas estadounidenses en control del Canal, una república apenas independizada a principios de siglo—, Emma Bosques era vegetariana, rosacruz y feminista y practicaba yoga en casa. Mandó a sus niñas a la escuela, no a los varones. Le tocó criar prácticamente sola a los hijos que había tenido con el abuelo Bléids.