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Mete la mano en un mocasín gastado y con la otra empuja una aguja larga y gruesa contra la suela despegada del zapato. Arruga la cara en un garabato de esfuerzo sobrehumano, aprieta los puños, se afinca sobre el zapato, sigue empujando con fuerza, resopla y por fin logra atravesar la suela terca para sacar el hilo de nylon desde adentro del mocasín y hacerle tres nudos. —Tienen que ser tres para que quede bien cosido. No me gusta engañar a la gente —dice. hernan1 Su taller no tiene puertas, ni techo, ni paredes, sino sol, el humo de los escapes de los carros y una silla destartalada con un asiento de cartón. Su única compañía son sus herramientas: unas agujas grandes como destornilladores, un carrete de nylon y su par de manos de piel de parchita madura, llenas de callos y venas brotadas, con dedos fuertes para coser zapatos a pulso. Hernán Solórzano, de 64 años, trabaja frente a su casa, sentado en la acera de la Avenida México, una calle estrecha en Santa Teresa del Tuy a las afueras de Caracas. Trabaja en la esquina, aquí, allá, o un poquito más allá. El sol lo persigue durante todo el día y él se va refugiando en la sombra de alguna casa de la calle. —Un día estaba viendo a un muchacho mientras cosía unos zapatos y le puse atención y así aprendí —cuenta con voz apenas perceptible. A mí no me importa aprender de viejo. Eso fue hace como seis meses, y entonces me puse a trabajar en esto pa’ salir de la casa, pa’ tener algo que hacer. Yo mismo me las ingenié con las agujas: las hago con un rayo de rin de moto, una segueta y un pedazo de palo de escoba para el mango. hernan2 El Día del Zapatero se conmemora el 25 de octubre, día de San Crispín, patrono de los zapateros. Cuenta la tradición católica que los hermanos San Crispín y San Crispiniano fueron mártires cristianos que evangelizaban por el día y trabajaban como zapateros durante la noche para cubrir sus gastos. Pero a diferencia de estos hermanos del siglo III, Hernán Solórzano sale a coser zapatos desde temprano y, mientras el sol se pone y él da las últimas puntadas del día, en esa misma calle, empieza a hacer la cola para comprar productos a la mañana siguiente en el supermercado que queda a una cuadra. En 2015, cuando se acentuó la escasez de alimentos y productos básicos regulados y aumentaron las largas colas de personas que querían adquirir alguno de ellos, los establecimientos implementaron un sistema de racionamiento en el que los consumidores podrían comprar estos productos un día hábil a la semana y un día del fin de semana dependiendo del terminal de su número de cédula. Ese mismo año las ventas por cédulas se eliminaron en varios supermercados, pero el sistema y las colas se mantuvieron en otros. A este zapatero le toca comprar los viernes. Con su figura menuda pasa las noches que transcurren entre jueves y viernes refugiado entre un pedazo de cartón y una sábana casi transparente en la misma acera donde trabaja. Lo acompañan decenas de personas, hombres, mujeres, embarazadas, adultos mayores que, al igual que él, quieren comprar un kilo de arroz, de harina, de azúcar, de lo que vendan ese día. Incluso cuando no le toca comprar, hace la fila para darle el puesto a otra persona a cambio de diez mil bolívares o algo de comida. Reparar zapatos en la calle y hacer la cola para comprar productos regulados significa exponerse al sol, al ruido y el humo de los carros, significa recoger todo y volver a casa cuando llueve con fuerza. Pero esto le provee alimentos al zapatero y también le regala horas de conversación con clientes, amigos y cualquiera que esté dispuesto a echar cuentos con él. —En mi casa me aburro y no hago nada útil. Aquí afuera hago lo que más me gusta, que es hablar con la gente.

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Durante su juventud trabajó en una fábrica de cables, luego tuvo su propia cauchera desde 1973 hasta 1990, cuando no pudo seguir pagando el alquiler del local, y luego fue obrero de construcción. Siempre buscó en qué mantenerse ocupado para ganar dinero. Ahora, a sus 64 años, podría empezar a cobrar los 4,2 millones de bolívares de la pensión de la vejez, pero admite que no sabe cómo se lleva a cabo el proceso ni cómo recuperar la cuenta bancaria que dejó perder hace tantos años, y  tampoco cuenta con alguien que lo ayude con los trámites. Desde hace diez años vive con José Antonio, Omar y Rafael, tres de sus ocho hermanos. Comparten la casa de paredes desconchadas donde se criaron con sus padres. —Pero ahora cada quien anda por su lado. Salgo todos los días a trabajar porque tengo que ganarme el pan, ¿correcto? Cuando uno se pone viejo no sabe quién busca hacerle daño a uno o quién en verdad lo quiere. —¿Te acuerdas cuando tenías que quitarte las mujeres a sombrerazos, Hernán? —le dice un vecino cuarentón que se sienta a su lado en la acera—. Yo era un chamito, pero me acuerdo que te perseguían. El zapatero levanta la mirada de su labor y asiente con picardía. —Era buenmozo y todo, lo que pasa es que se aprovechaban de él porque tenía plata —agrega el vecino. —A mi mujer la conocí por una apuesta —empieza a contar el zapatero en susurros—. Estábamos unos amigos y yo en una fiesta, y ella estaba con su marido. El que la sacara a bailar se ganaba una caja de cerveza, y yo lo hice, y me di cuenta de que yo le gustaba porque cuando bailábamos, me clavaba las uñas en la espalda. Ya no están juntos. Él no recuerda exactamente cuándo se separaron, pero cree que fue hace unos veinte años. Con ella tuvo dos hijos hace más de cuatro décadas: Manuela y Hernán. —A Hernancito no lo veo desde hace como un año… no sé nada de él, ni tengo a dónde llamarlo —recuerda con dificultad—. Manuela, la mayor, vive en Barcelona —al oriente del país— Hablé con ella hace como cinco meses. Hace poco supe que estuvo por aquí cerca con los niños, visitando a la abuela, pero no pudimos vernos. La verdad es que a mí me gustaría irme a vivir con mi hija, hacer mi trabajo por allá, tener un localcito, pero… entiendo que es complicado —alza los hombros y se enfoca otra vez en el mocasín que tiene entre las manos. hernan7

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A las cuatro de la tarde, cuando la mercancía del supermercado ya se acabó y la cola se disolvió, el calor se apodera del asfalto, del aire, y el zapatero vuelve a ser el único en la calle. Está sentado en su silla, tiene los pies bien puestos sobre el suelo en posición paralela y las rodillas juntas para ayudarse a sostener el zapato. Una camisa azul eléctrico, un bluyín oscuro mugriento a la altura de los muslos y un par de zapatos de cuero cuarteado son su atuendo de hoy. Luce impasible mientras saca nylon de un carrete. Su barba gris de cinco días, sus ojos hundidos y su sonrisa de un solo diente le dan el aspecto de una persona más cercana a las ocho décadas que a su edad real. Un niño de mirada traviesa está a su lado haciendo equilibrio sobre un solo pie, porque el otro está descalzo y el botín que le falta está en las manos del zapatero. —Señor Hernán, ¿me puede arreglar esto? —pregunta una muchacha que sostiene unos zapatos de tela floreada. —¿Y por qué no, pues? —responde sonriente—. Apenas termine aquí se los coso. —No, no —dice el niño—. Mejor cósale los de ella primero y después sigue con el mío, que ella le va a pagar y a mí me está es haciendo un favor. —No, vale, termine el zapato del niño. No estoy apurada. ¿Cuánto sería por coser los míos? —Deme doscientos mil. —Berro… ¿en efectivo? —Si quiere me trae cincuenta mil y un kilo de yuca —ofrece con una sonrisa. —Coye, eso sí puede ser. Gracias, señor Hernán. El único ingreso que tiene Hernán Solórzano es su trabajo, pero no es fijo. Sin máquinas ni ayudantes, en un día bueno repara dos pares de zapatos y por cada uno cobra entre 100.000 y 250.000 bolívares. Si tuviera un empleo en el que le pagaran salario mínimo, ganaría 5.196.000 bolívares mensuales, aunque eso tampoco le alcanzaría para comprar dos kilos de carne, ni un kilo de leche en polvo. El poder adquisitivo de los venezolanos ha sido aplastado por una hiperinflación que, de acuerdo con los cálculos del Fondo Monetario Internacional, será de 13.864,6% para 2018. —Yo hago un buen trabajo, pero prefiero cobrar menos que otros porque sé que hay gente que lo necesita y no me gusta abusar. A veces, si yo sé que alguien no tiene dinero, lo dejo que me pague con unos cigarros, con una arepa. A mí lo que me importa es comer —dice mientras cose con parsimonia—. A veces, cuando quiero darme un gusto, me compro algo diferente, algo sabroso, como un pan de guayaba o una catalina. Algunos días camina varias cuadras hasta la casa de su hermana y, si tiene suerte, ella le da el almuerzo. No va todo el tiempo porque sabe que “la situación está difícil”. El zapatero sale todos los días a buscar una manera de ganarse el pan, pero admite que en ocasiones no desayuna o no cena. En Venezuela, 8,1 millones de personas —más que el doble de la población estimada de Caracas— ingieren dos o menos comidas al día por escasez de alimentos o insuficiencia de dinero, según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida Venezuela 2017.

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La silla con asiento de cartón está sola en la esquina de la acera. A su lado, una fila hecha con rocas y pedazos de cartón, uno detrás del otro. Al final de la fila, el zapatero abre la puerta de su casa —una reja blanca oxidada con una cadena de hierro como cerradura— y camina despacio con un racimo de cambur en una mano y su bolso lleno de zapatos, agujas e hilo en la otra. Da ocho pasos lentos hasta su silla, pareciera que el viento pudiera llevarse su cuerpo de palillo si soplara con fuerza. Se sienta, saca unos zapatos, aguja e hilo, y empieza a trabajar. —Hernán, ¿quién está en la cola de mañana? —lo interrumpe un hombre en bermudas y camiseta. —No sé, yo salí y estaban ese poco e’ piedras ahí guardándole puesto a no sé quién —responde concentrado en meter la aguja a través de una suela plástica. —¿Y tú vas a comprar? —Estoy aquí de primero. —¿Cómo está, señor Hernán? —saluda una muchacha que va de paso y se detiene. Él levanta la mirada y la observa con el ceño fruncido, como tratando de encontrar su cara en algún rincón de su memoria. —¿Se acuerda de mí? Me arregló unos zapatos hace tiempito, me quedaron finos. Si se acuerda o no, él igual asiente, le regala una sonrisa honesta y luego arranca un cambur del racimo para entregárselo, todo con una velocidad que hace recordar a una pereza. —¿Quiere? Tengo mucho, esto me lo dio una señora que me debía un dinero y yo le dije que lo dejara así. Hoy apareció con unos cambures. ¿Ve? Uno obra bien y le va bien. El otro día una muchacha me regaló un carrete de nylon y ahora tengo para varios meses. —¡Eso, Hernán, estás arrasando! —fastidia el hombre de camiseta junto a otros dos que acaban de llegar. Se ríen a carcajadas. —No les haga caso —dice el zapatero respetuosamente—, a veces la gente está es pendiente de un chisme. —No se preocupe. Gracias por el cambur. —Gracias a usted —y vuelve a mostrar su sonrisa de un solo diente. El motor de  los carros al pasar, las bocinas de los motorizados, los gritos y las risas de los vecinos que empiezan a llegar para hacer la cola. Todo junto hace que la calle suene como un enjambre de abejas, pero la mirada y las manos del zapatero vuelven a concentrarse en su trabajo. La aguja vuelve a llevar el hilo de nylon a través de la suela, sin prisa, haciendo orificio por orificio, y el zapato se va arreglando, nudo tras nudo tras nudo, hasta que el sol se ponga y él dé las últimas puntadas del día.