Seleccionar página

La devastación se extiende a través de nueve hectáreas. La mina, ya abandonada, tiene una profundidad de al menos treinta metros. Los accidentes son usuales, así como las muertes por paludismo y leishmaniasis. «Por allá atrás hay un cementerio», indica Rogelio Sucre, indígena pemón de veinticinco años de edad, que vive cerca del lugar y lamenta la salida de los mineros: «Podíamos comprarle de todo». Fueron desalojados por los militares y sus implementos de trabajo retenidos y destruidos, como lo ordena la Ley de Penal del Ambiente.

A media hora en helicóptero está la comunidad de indígenas pemones de Parkupí. Cerca de ciento cincuenta mineros desplazados de las minas se encuentran varados a la espera de transporte, pues el plan militar no preveía evacuación. Eduardo Monteiro, de treinta años de edad, tiene paludismo, algo que para él no es nuevo. Ha padecido la enfermedad veintidós veces. Tenía tres días esperando por una curiara para trasladarse a Santa Elena: «No quieren pasar porque le temen a los militares».

«Volví a la mina porque la necesidad llama», afirma. Tiene dos hijos de ocho y cinco años de edad y es técnico medio en zootecnia. Trabajó en Trujillo como piscicultor y en el Ministerio Indígena en Santa Elena. También fue integrante de un consejo comunal. «Ahora no sé qué voy a hacer. Hay mucha política y poca ejecución».

Moraes Dos Santos, de treinta y nueve años de edad y oriundo de Marañón (Brasil) pide que lo devuelvan a su país. No tiene documentos de identificación y tiene miedo del operativo. «En Brasil nos prohibieron las minas. Por eso vine para acá». Tenía un año trabajando en Bolívar. «Aquí no estamos construyendo patrimonio. Sólo lográbamos lo justo para sobrevivir».

Las mujeres también defienden el trabajo en la mina. Unas cocinaban, otras lavaban, algunas excavaban. También había trabajadoras sexuales. Julia González, oriunda de Cali, de nacionalidad venezolana y de cuarenta y cuatro años de edad, defiende a sus compañeros. «Mi familia son los mineros. Nunca me han dejado morir. La vida aquí es dura. Se dice que hacemos mucho dinero, pero no. Deberían ver cómo es de duro trabajar en un corte. Sabemos que lo que hacemos con el ambiente es ilegal. Pero no somos delincuentes».

Los soldados que participaron en la operación de desalojo no opinan lo mismo: «No tienen conciencia del ambiente. Son unos depredadores y se gastan el dinero en alcohol y sexo».

Los pequeños mineros son los únicos con rostro, nombre y apellido. Los financistas, que montaron y dirigieron el campamento, así como quienes permitieron el ecocidio desde la institucionalidad, brillan como el oro en Guayana. Pero por su ausencia.

***

La hora de wiyu

La zona del Caura vive un choque cultural. A diferencia de otros grupos indígenas de Bolívar, los ye’kwana rechazan la minería ilegal. La razón es que wiyu, la serpiente acuática, está vigilante.

El sistema de creencias de esta etnia se basa en que todos los accidentes geográficos tienen un espíritu guardián. El del río Caura es wiyu, la gran serpiente dueña de todas las riquezas, desde los diamantes hasta las lajas. Si un ye’kwana le quita algún elemento al río o al bosque, debe llegar a un acuerdo con el espíritu de las aguas. Si no, wiyu reacciona enviando enfermedades y muerte, como le ha sucedido a los indígenas que comercian y trabajan en las minas.

«Esa es la gran pugna que se da con ‘la bulla’ minera», indica Nalúa Silva, antropóloga de la Universidad Nacional Experimental de Guayana que ha estudiado las comunidades de la región durante veinte años. «Hay pequeños grupos de indígenas que al ver a los ‘criollos’ en labores de minería y comercio sin que aparentemente les suceda nada, se rebelan contra los líderes ancianos. Comienzan entonces a cuestionar sus creencias y dejan de temerle a wiyu«.

Los indígenas, con el tiempo, han pasado a integrar la cadena del fenómeno minero, ajeno a las culturas autóctonas de Guayana. “El oro que los españoles venían buscando en la época de la conquista era el de los muisca en Colombia. Los hallazgos arqueológicos que se encuentran en Guayana son la cerámica y las hachas de piedra”, dice Silva.

Ahora ellos son los baquianos de la zona, los que hacen el transporte de los víveres y personal de la minas, y edifican los churuatas. “En todas las sociedades existen transgresores, incluso en las indígenas”, afirma Silva. Pero la mayoría de los habitantes originarios –casi seis mil personas– se mantienen al margen y atribuyen a ese ser espiritual que llaman wiyu la irrupción de enfermedades como el paludismo, la leishmaniasis, esta última desconocida entre ellos hasta hace poco.

La estructura organizativa de los ye’kwana, expresa Silva, es más fuerte que la de los sanema y los hoti (subgrupo de los yanomami), que también habitan en la región. Y por esta razón han podido asumir una posición más combativa frente al problema. De hecho, desde 1993 los indígenas integran el movimiento Kuyujani, que hoy reúne a cincuenta y tres comunidades.

Originalmente, el Kuyujani nació “como un programa de largo plazo que tenía como propósito tratar con el mundo exterior”, señala Nelly Arvelo-Jiménez, antropóloga del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, en su texto “Kuyujani originario”, publicado por el Banco Mundial.

Arturo Rodríguez, integrante del Kuyujani en Maripa, indicó que celebraron una asamblea con las comunidades para abordar dos puntos básicos. “El primero, propiciar la reflexión entre los indígenas que participaron con los mineros. Y el segundo, mantener la posición de rechazo a la minería en la zona”.

Silva considera que las consecuencias de la explotación son graves. En primer lugar, señala, se debilitan los sistemas de autoridad tradicionales. “En el momento que entran los mineros, los jefes y chamanes son desplazados. Esto genera anarquía, anomia y desintegración social”.

De inmediato, las nuevas actividades rompen con el patrón de asentamiento de bajo impacto, como el conuco, la artesanía y el turismo ecológico. “Entonces los indígenas dejan de autoabastecerse y se hacen dependientes desde el punto de vista económico: lo compran todo”.

“Una situación dolorosa que estamos comenzando a observar es la prostitución entre las niñas y jóvenes indígenas, algo que no ocurría antes”, afirma Silva. También se ha registrado maltrato a los sanema, que tienen una organización social menos centralizada que los ye’kwana. “Es un sistema de patronaje casi esclavista por parte de quienes dirigen la minería. Eso atenta contra los derechos humanos”.

Desde el punto de vista legal hay una vulneración del capítulo VIII de la Constitución, que establece que los indígenas tienen derecho a que se le reconozcan sus tierras ancestrales, su forma de vida y su ambiente.

“Con la minería ilegal también se nos vulneran los derechos ambientales a todos los venezolanos. Tenemos la obligación de conservar los bosques y las aguas para las generaciones futuras, que padecerán aún más los efectos del calentamiento global que vemos hoy en día”.

Alerta sanitaria

El estado Bolívar encabeza la lista de las regiones del país con epidemia de paludismo. La enfermedad que Arnoldo Gabaldón erradicó a través de una campaña nacional de educación y fumigación durante los años cuarenta y cincuenta, aumenta de manera exponencial en la zona, entre otros aspectos por la movilización de la población a las minas.

Hasta el tres de abril se habían registrado 12.717 casos en el país, noventa y dos por ciento de ellos en Bolívar. La situación coloca al estado en una situación de alerta, señala Ricardo Alcalá, contralor de salud regional.

Carlos Villegas, médico del ambulatorio de Maripa, atiende a diez mil habitantes de la zona del Caura. “Con los mineros calculamos que la población llegó a quince mil. Aquí llegan los trabajadores de la minería con leishmaniasis que no se han curado. También deshidratados y con paludismo”.

Al otro extremo del estado, Pedro Clauteaux, médico destacado en Parkupí, en la frontera con Brasil, refiere la misma situación. Tuvo que atender a los mineros enfermos desalojados del campamento Fariñeros.

“En un día diagnostiqué dieciséis casos de paludismo, entre ellos un bebé de cinco meses y un niño de cinco años de edad. Hay individuos que les ha dado más de veinte veces y vuelven a la mina”. Reclama que en estas comunidades indígenas no hay medicamentos suficientes ni médicos itinerantes. La epidemia ha llegado a tal punto que se ha encontrado que la población ha desarrollado resistencia a los medicamentos tradicionales. Desde el 2009 el Ministerio de Salud entró en vigor un nuevo tratamiento.

EPÍLOGO

 La bulla continúa

Desde que se publicó el texto en mayo de 2010, varias de las fuentes que viven en la zona y que fueron consultadas para la elaboración del reportaje han sido amenazadas e incluso agredidas físicamente por grupos interesados en el negocio del oro. El efecto directo es que el trabajo de alerta ambiental que venían desarrollando algunas instituciones ha bajado su perfil. A la par, se han reportado más hechos de violencia relacionados con la actividad, y siguen explotando bullas en distintos lugares que suponen que la connivencia entre distintos actores –militares, políticos y económicos- continúa.  Así las cosas, Guayana sigue siendo un desafío para el periodismo venezolano.

Fabiola Zerpa es una periodista venezolana de amplia trayectoria en medios impresos. Desde hace unos años se especializa en periodismo de investigación y reportajes especiales, con énfasis en temas ambientales y economía, para el diario El Nacional.