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Fotos: Astrid Hernández, Maryorin Méndez.

Parado frente a la puerta está un hombre vestido como un Ken de los 60: con smoking blanco y encaje celeste, fajín, lazo en cuello, pañuelo de solapa, sombrero y zapatos de punta larga.

Da la bienvenida.

—Buenas noches, bella dama.

Este señor que no pasa desapercibido. Es el portero del restaurante que exhibe un letrero: La Carabela, junto a una placa de metal oscuro con el número 476.

La reja de seguridad se explaya desde las 12 del mediodía hasta las 12 de la media noche y sostiene un cartel con el “menú ejecutivo” para el hambre y el bolsillo.

De Alcabala a Urapal, en la parroquia La Candelaria en el centro de Caracas, se ubica este bar-restaurante en una callecita de cemento y losa repleta de comercios de alimentos, peluquerías, tiendas de ropa y restaurantes.

Es una vía de un solo sentido para los vehículos, pero en ambos lados, las anchas aceras permiten a los apresurados transeúntes circular en uno y otro sentido chocando hombros, bolsos y paquetes.

Luego de que amanece en la capital venezolana y el sol se cuela entre irregulares edificios del centro, esta calle es bullicio, corneteo, afán, gritos y faena.

La puerta de madera y vidrio se abre y cierra dejando colar la algarabía de afuera y el frío de adentro.

Es el típico restaurante de comida española fundado en 1970 por migrantes hispanos que llegaron a Venezuela, en un afán de mantener las tradiciones. Fue la década de “la Venezuela saudita” cuando el país aprovechó la crisis petrolera mundial para explotar el crudo.

Ese año, el presidente Rafael Caldera fue recibido en Washington con honores de jefe de Estado y dio un discurso en inglés ante el Congreso de Estados Unidos. El diario El Vespertino titulaba: Extranjeros invaden a Venezuela, en busca de una mejor vida. Fue inaugurada la Universidad Simón Bolívar, el Hospital Pérez Carreño, Cantv estrenó su primer satélite y los Navegantes del Magallanes se coronaron campeones de la Serie del Caribe.

La Carabela era uno de los puntos de encuentro de la comunidad europea asentada en La Candelaria. Cervezas, vino, tortilla española, pulpo a la gallega, croquetas de pescado son algunos de los platos que se sirven hasta ahora. En el último lustro estuvo cerrada cuatro años, dos cuando se enfermaron sus dueños y dos más por la pandemia. Hoy este clásico revive.

Charly es un portero con clase. Hace una especie de reverencia y no te deja tocar la manija. Es su volante, su propiedad, su chamba.

Charly es un portero con clase. Hace una especie de reverencia y no te deja tocar la manija. Es su volante, su propiedad, su chamba.

Su bigote ensortijado y canoso le cubren los labios. Se ríe. Se ríe mucho. Tiene los incisivos gastados en forma de arco y colmillos de oro. Debajo del sombrero blanco y encaje azul, brota una melena alborotada y gris que casi llega a los hombros.

—Comencé hace unas semanas aquí —dice arreglándose el traje.

Aunque tiene décadas en La Candelaria. Es un personaje icónico en la comunidad.

Charly –de 74 años– nació en Maracaibo de donde salió en piragua rumbo a Caracas a los cuatro años de edad con sus tres hermanos y su madre, huyendo de un hogar violento. Desde aquel día jamás ha vuelto, lo dice con tono de lamento.

—Hoy me vine de azul, pero tengo un traje para todos los días. Le regalo una sonrisa a la gente que viene, mija, porque eso es lo mejor. No quiero trabajar en ferretería porque no necesito un destornillador, yo lo que quiero es comida y aquí con eso me tratan muy bien.

No tuvo hijos, pero sí varios amores. Lo agradece porque dice haber pasado la mayor parte de su vida de acá para allá, luego de hacerse independiente al salir de casa de su madre en San Martín.

Arruga los ojos y se disculpa porque no le dice su nombre de pila a nadie, aunque más tarde revelaría el secreto.

—A mí también me llaman Cocolía, ¿sabes?
—Por la salsa esa que dice:

 Pobre Cocolía, pobre Cocolía,
Se lo llevó la policía
Por andar en la porfía  ja, ja, ja.

Sonríe, da vuelta a la manija y con la otra mano te invita a pasar.

Mesas con mantelitos blancos, risas por doquier, barra, frío de aire acondicionado, humo de cocina, el símil de un enorme barco o carabela de madera define la escena. Meseros vestidos de blanco danzando de un lado a otro, chirridos de botellas, vasos de vidrio derramando espuma en un gran salón que parece la cubierta central de un navío, cuerdas, nudos, mallas de pesca y timón, y un cuadro del Deportivo La Coruña.

El escenario lo completan un par de viejos amigos brindando, un hombre bajito con una especie de tela blanca en sus ojos saltones, una mujer mulata y alta vestida con una braga de animal print, y un hombre que se comunica por señas.

Es como estar en el buque de Jack Sparrow, en una película de la saga de Los Piratas del Caribe, pero de bucaneros gallegos y venezolanos.

Es como estar en el buque de Jack Sparrow, en una película de la saga de Los Piratas del Caribe, pero de bucaneros gallegos y venezolanos.

Un hombre te da la bienvenida y con una mano te señala el lugar disponible. Luego te acompaña, saca las sillas y pregunta –sin mirarte a la cara– qué vas a pedir. No te da chance de abrir la boca, desaparece, pero unos minutos después llega con un caldo tibio de frutos del mar por cortesía de la casa para cada uno de los comensales en la mesa.

—Ahora sí, ¿qué desea ordenar?

Toma nota en la libretica que guarda en el bolsillo de la camisa. Va y regresa con la cerveza vestida de novia y es ahí cuando sientes que estás en “la experiencia”.

En la parte superior de la barra de madera cuelgan salchichones y copas entre adornos y botellas. Sobre la barra hay espacios ocupados por bandejas de pimientos frescos y aguacates. Los vasos no pasan colgados mucho tiempo. Los toman, los usan, los secan con un paño blanco y los vuelven a colgar. Jarrones de barro –marrones y blancos– llevan inscrito el nombre del lugar.

Más botellas en la parte inferior de la barra, letreros antiguos, barriles, gaveras de cerveza, licores a medio terminar con los nombres de sus dueños, una especie de chimenea en ladrillos y un cuadro del venerable doctor José Gregorio Hernández. Lo humano y lo divino en un solo lugar.

—Esta no es la típica taguara de tobito, dice un hombre que me sorprende mirando todo con la boca abierta.

—¿Cómo?

—Sí, no es el típico bar de doce cervezas por diez dólares. Es algo más. Es como una familia. Mucho gusto, me llamo Samuel.

Samuel Rodríguez –36 años– se siente aquí como en su casa. Indio de apariencia y un metro ochenta de estatura, es vecino de la contigua parroquia de San Bernardino.
Va caminando desde su casa hasta La Carabela porque éste es, de todos los de La Candelaria, su sitio favorito. Economista de la Universidad Central de Venezuela, Samuel es proveedor de utensilios para bares en varios locales de La Candelaria, pero dice tener en este, “toda la fe del mundo”.

Se siente en la confianza de darte un paseo por el lugar, saluda a todos, muestra –como si fuese un guía turístico– la barra y la cocina abierta para que los nuevos clientes visitantes la puedan apreciar.

—Ah, mira, vente, ahí está el jefe. Él es Tino.

Se siente en la confianza de darte un paseo por el lugar, saluda a todos, muestra –como si fuese un guía turístico– la barra y la cocina abierta para que los nuevos clientes visitantes la puedan apreciar.

—Ah, mira, vente, ahí está el jefe. Él es Tino.

Sentado en una esquina, como asegurando una vista panorámica, está sentado Tino Gómez. De tez blanca y cabello liso gris, este hombre de 70 años y perfil europeo siempre viste cuello tortuga. Sujeta a los clientes por el brazo, estrecha la mano y te invita a tomar algo en el bar.

Baldomero y su esposa Luisa, dueños originales de La Carabela, le encargaron a Tino capitanear el barco.

Aclara que Samuel no es un cliente; “es un amigo” como todos los que visitan La Carabela. Tino llegó a Venezuela en el año 62, a los ocho años de edad, y desembarcó en Valencia, estado Carabobo. A los 15 años se mudó a Caracas donde compartía habitación de camas literas con nueve jóvenes que buscaban lo mismo: Una oportunidad de salir adelante. Limpió pisos, fue conserje, y prosperó como ayudante y dueño de restaurantes. A su esfuerzo le debe el título de “líder”, y presidió la Cámara de Comercio e Industriales.

—Soy el timonero de La Carabela —escribe en un papel blanco.

Tino quedó mudo por un cáncer de garganta producto del cigarrillo. Debe ser la razón de su afán por taparse el cuello. Se comunica muy serio lanzando besitos y moviendo las manos. Todos le entienden.

En las tempestades actuales, Tino da los giros necesarios para mantener a flote a La Carabela que, según el diccionario, es una embarcación a vela ligera usada en los viajes oceánicos en los siglos XV y XVI, que navega mejor si el viento va en contra.

Dirección

Tasca La Carabela ☆ De Alcabala a Urapal, La Candelaria, Caracas.