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Cuando el cardenal Joseph Ratzinger cruzó la puerta, encontró a Antonio Arellano detrás de la mesa. Tenía en su boca dos clavos y, en la mano, un martillo.

Era la tarde del doce de abril de hace casi seis años. Ese día, Antonio citó al entonces cardenal para que fuera a su taller, ubicado en plena Plaza de San Pedro. La verdad, para Antonio no era sorprendente ver a Joseph Ratzinger en su taller. Él era su cliente. Le encomendaba su calzado de cuando en cuando.

Aquella tarde, el religioso llegó de prisa. Antonio lo saludó con un buongiorno y se agachó debajo de la mesa para sacar una voluminosa bolsa de plástico. Muy cortés, dijo: «Aquí está, Cardenal, todo listo. Como usted me lo pidió. Sus zapatos están como nuevos». Antonio se mostró satisfecho mientras su cliente lo observaba con cierta discreción. A cambio, le regaló una sonrisa y le comentó: «¡Gracias, Antonio! Todo está perfecto». Y volvió a salir del taller.

Inesperadamente, Antonio vio de nuevo a Joseph Ratzinger siete días después. Ya no en persona, sino en los noticieros. Era el protagonista de una buena nueva que los católicos de todo el planeta estaban esperando: la designación de un nuevo guía espiritual de la Iglesia tras la muerte del Papa Juan Pablo II.

Antonio recuerda que en la televisión estaban mostrando el Vaticano y, de pronto, las cámaras enfocaron la chimenea de la Capilla Sixtina, de donde empezó a brotar humo blanco. Al fondo, se escuchaban toques de campanas y luego, un emocionado Cardenal Jorge Medina anunció en latín Habemus Papam.

En ese momento, una blanca figura se asomó desde el balcón. Era, ni más ni menos, el mismo Joseph Ratzinger, quien hacía pocos minutos había dejado de llamarse Cardenal para convertirse en el Papa Benedicto XVI.

«Emocionado y delante de mi familia, empecé a gritar en la sala de mi casa que yo conocía al nuevo Papa, recuerda Antonio. Cómo no reconocerlo si siempre fue uno de mis mejores clientes. Imagínese que soy un gran conversador y recuerdo que cada vez que venía al taller, se quedaba en silencio para escucharme. Él me traía sus zapatos en persona. Otras veces, me conseguía hasta más clientes. Claro, no venía seguido porque viajaba muchísimo y por eso su calzado terminaba maltratado. Eso sí, quedaba satisfecho con mi trabajo. Nunca me ha cambiado por otro».

El Papa Ratzinger confió en Antonio hasta los últimos instantes en que llevaba puestos sus zapatos de tinte oscuro y su traje rojo púrpura de cardenal. Es decir, hasta pocos días antes de uno de los cónclaves más tensos de la historia, donde ciento quince cardenales lo escogieron como sucesor del tanto amado Juan Pablo II. Antonio dice que aquel día llevaba puestos los zapatos reparados y lustrados por él.

Meses después del nombramiento, una señora carismática, de cabellos de plata, se presentó a su taller. Con voz suave le dijo a Antonio: «El Santo Padre te envía un rosario para ti y tu familia, y te agradece por arreglar sus zapatos».

En la otra mano, ella tenía unos zapatos, esta vez, color cereza que Antonio reconoció sin titubear. «El color de esos zapatos pertenece a los Santos Padres. Inevitable fue recordar al Papa Juan Pablo II, a quien también le ofrecí mis servicios por muchos años».

En 1998, cuando Antonio abrió su taller, un señor alto y de figura esbelta le llevó unos zapatos color cereza para lustrarlos y ponerles una suela de goma. Unas noches después, mirando en la televisión, el zapatero reconoció a aquel señor que había entrado en su taller diciendo que era Stanislaw Dziwisz. Jamás le dijo que era el secretario personal del Papa Juan Pablo II. Desde entonces, han pasado muchos años pero los zapatos de color cereza siguen su destino estacionándose en la Plaza de San Pedro bajo la custodia de Antonio.

«Se armó hasta una polémica internacional por esos zapatos, recuerda Antonio. Decían que eran de una famosa marca italiana, Prada, que costaban más de doscientos euros o, tal vez más, pero eso no es verdad. El Papa Ratzinger siempre ha sido una persona humilde. Por eso prefería reparar sus zapatos y no comprarse unos nuevos», cuenta Antonio. 

Este privilegiado zapatero proviene de una familia con varias generaciones de artesanos que se han dedicado exclusivamente a confeccionar calzado de obra fina. El trabajo de esta parentela es bien conocido en la ciudad peruana de Trujillo, también llamada la ciudad de la eterna primavera. Es por eso que llegando a Italia, Antonio Arellano decidió no abandonar su profesión, algo sumamente difícil para los inmigrantes. Durante ocho años trabajó como empleado para una gran empresa de zapatos, pero siempre pensó en independizarse.

«En aquel tiempo no hablaba bien italiano, pero mis manos se expresaban por mí», cuenta. Y no podía ser de otra manera, pues a los doce años confeccionó sus primeros zapatos para venderlos en el mercado. A los catorce, fabricó calzado en obra fina para boutiques. Y a los quince años, sus colegas mayores lo apodaron por sus merecidas cualidades ‘el maestrito’.

«A los pocos días, me pidieron mi primera docena de zapatos, que terminé de confeccionar en un día y medio. Mi destino estaba escrito: tenía que continuar por este camino».

Siguiendo la ruta que, entendió, estaba trazada desde cuando era bien joven, se topó con los pies de dos personalidades que cualquier católico desearía conocer. «¡Quién lo iba a creer! Todavía, mis familiares en Perú, que son muy católicos, se quedan incrédulos cuando les cuento que tuve como clientes a los Papas  Juan Pablo II y Benedicto XVI».

Hoy su taller-laboratorio no es muy grande, pero está lleno de recuerdos. Impreso en un bloque tallado de madera resalta el nombre Il calzolaio, que significa el zapatero. Sobre el letrero, se encuentran dos pequeñas banderas del Vaticano y del Perú. En la misma pared comparten, también, varias fotos, cruces e imágenes de santos italianos y peruanos. Detrás del mostrador, Antonio atiende a curas, monjas, obispos, cardenales y a cualquiera que busque sus servicios, como sus mismos compatriotas, que festejan por su merecida celebridad en tierra ajena.

«El regalo más grande que recibí fue el año pasado, cuando con mi familia fuimos escogidos para acudir a su última audiencia general antes de que el Papa tomara vacaciones. La cola era larga, pero él me reconoció desde lejos y dijo «¡Mi ciabattino!». Y yo me emocioné como un niño. Hubiera querido abrazarlo y conversar con él, pero recordé que ya no podía ser como antes».

¿Zapatero a tus zapatos? «Así es. Yo en mi lugar y él en el suyo. Estoy seguro de que a él también le hubiera gustado abrazarme. Recuerdo que antes de concluir la entrevista se dirigió a su colaborador y a unos que otros cardenales, diciendo: ¡Miren, él es mi zapatero!». Luego, levantó las manos para bendecirnos y nos saludó. Quién sabe si lo volveré a encontrar. Mis puertas están abiertas para todos. Eso sí, no hago descuentos: yo también soy de la idea de que todas las personas somos iguales».