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Fotos: Marcelo Volpe, Maxwell Briceño, Ivonne Velasco, Astrid Hernández, Ernesto Rodríguez

Al pasar el umbral de entrada del bar El Torero en Catia, se encuentra la gente viendo hacia arriba, algo boquiabiertos señalando en distintas direcciones, llenos de pasmo, observando con detalle los abarrotados muros del lugar:

—Mira esos cueros de tragavenados, como tres metros cada uno –dice uno.

—¿Y así eran las calculadoras antes? imagínate sacar cuentas allí –comenta otro.

—En mi casa había una de esas –otra cliente señala una de las bicicletas colgadas en un lindero del bar.

Las lámparas de aceite cuelgan junto a las tradicionales grecas de café de distintos tamaños. Un grupo de instrumentos musicales típicos venezolanos suspendidos en lo alto, sobre una toma de agua del INOS (Instituto Nacional de Obras Sanitarias) de 1943 y una cantimplora labrada en metal que reseña haber pertenecido a las tropas de Zamora en los años de la Guerra Federal en 1860. Se encuentra suspendida una maleta que perteneció a Marcos Pérez Jiménez, rodeada por distintos sombreros de época.

Las paredes y techo del local están llenos de corotos. O mejor dicho, llenas de historias contadas por sus corotos. La abundante colección de antigüedades logra apabullar a cualquiera. El asombro caracteriza la atmósfera del bar-museo, y hace que se pierda, por algunos segundos, la noción del tiempo presente.

—Todo se fue recolectando con el pasar de los años, la gente traía cosas para acá –conversa el regente del bar en tono sobrio, explicando la corotera. Está recostado junto a un traje de luces de un torero con un retrato y una nota que dice “donado por Chomongo, Tacagua”.

Evaristo Soto Ramírez, conocido por los vecinos como Peter, es un viejo andino de unos 70 años largos, lo caracteriza su prolongada y desordenada barba de Merlín, ojos vidriosos y un verbo corto y preciso que hace justicia a su gentilicio. Oriundo de Mérida, desde que migró a la capital siempre ha habitado Catia, pequeña ciudad dentro de la parroquia más populosa del oeste de Caracas, ciudad madre.

—Me vine a la capital en el 69, y años después llegué aquí, a esta casa.

Es una sincronía simpática que este bar de memorias esté ubicado en la calle Maury de Catia. La ruta se distingue por su fila de 12 casas iguales con fachadas idénticas, de grandes ventanales y puertas de más de tres metros de altura que terminan en arco, y un porche que da la bienvenida. Las residencias se construyeron en 1929 y han sido un acogedor hogar para las familias catienses. Con los años, por su valor urbano, la cuadra fue declarada patrimonio cultural de la nación en 2009.

—Las casas las construyeron dos señores, para sus doce hijos. Hicieron una para cada uno. Luego fueron pasando a otras familias hasta que somos los de hoy –cuenta Peter.

—Las casas las construyeron dos señores, para sus doce hijos. Hicieron una para cada uno. Luego fueron pasando a otras familias hasta que somos los de hoy –cuenta Peter.

—Dame un tercio –pide un lugareño. Le sirven la cerveza. El dueño continúa su hilo.

—Esto sólo eran casas de familia. Yo en principio quería montar una floristería y trabajar con mi hermano que traía flores de Mérida a Caracas. Pero no nos dieron permiso. No daban permiso para montar ningún negocio, la calle era residencial.

Mientras Peter relata, un niño corre por los pasillos de El Torero, pasando por una pared que sostiene un collage de fotos históricas: una de una madre y sus dos hijas lavando ropa en el Guaire a la altura de El Paraíso, en antaño cuando el río evocaba otra higiene y calidez. A un lado, una serigrafía original del altar del Dr. José Gregorio Hernández en la capilla del Tisure, en Mérida. Más allá se ve una foto de Los Palos Grandes de antes de los años 20.

Al fondo se escuchan las risas de varias vecinas chachareando en el porche del bar, bebiendo tercios de cerveza con un telón musical de Roberto Carlos. Evaristo, el anfitrión, prosigue.

—En esta casa nos reuníamos los del partido. Luego yo mismo organicé aquí un comando para apoyar a Lusinchi. Ganó. Después de eso fue que nos dieron el permiso para abrir un negocio. Este fue el primer negocio de la cuadra, en el año 1984. Fue la única manera.

El Torero abrió siendo un bar-restaurante. Del otro lado de la calle Maury, frente a las casas, quedaba una fábrica de telas: sábanas, fundas y ropas de cama. Peter cuenta que todos los trabajadores de la fábrica comían y bebían en su local, y venían también de otras zonas.

Los años 50 presenciaron los cambios de Catia del paisaje campestre al urbano fabril, una transformación vertiginosa puyada por la entrada europea. Cuenta Jose Ignacio Cabrujas en Catia tres voces: “fue el lugar donde llegó una buena parte de la inmigración italiana, portuguesa, española y árabe. Catia era próspera, era un volcán de trabajo, una zona industrial”. Ya en los años 80 esa velocidad vertiginosa no era igual.

—Pasó el “Viernes Negro”, no era lo mismo, las fábricas venían de bajada. Sin embargo, aquí en el restaurante comían todos, y comían bien. Teníamos un chef italiano, se llamaba Salvador, ya estaba viejo y no lo aceptaban en los restaurantes, así que lo invité a trabajar acá. Su pasticho era famoso. Luego los fines de semana servíamos pisca andina.

El sincretismo de lo europeo y lo venezolano se ramifica en el árbol genealógico de Catia, y la trayectoria del bar El Torero es parte de ello. Allí confluyó la trama obrera, la política militante de base, la inmigración de Europa en la postguerra, la intelectualidad local y la historia, recogida en parte en su colección de artilugios.

—Algunos políticos siguieron viniendo para acá por años. Venían escondidos a pasar el rato. Acá también vino José Vera, el cronista de Catia. Ese sí trajo gente para acá, a reunirse y tomar.

El viejo Peter, o Evaristo, porque lo llaman de las dos maneras, decide cambiar el disco. Se oye ahora un bolero de Julio Jaramillo, con su contagioso punteo de guitarra “titilitintin”.

El viejo Peter, o Evaristo, porque lo llaman de las dos maneras, decide cambiar el disco. Se oye ahora un bolero de Julio Jaramillo, con su contagioso punteo de guitarra “titilitintin”.

El cuarto de al lado tiene una mesa donde están sentados un padre y su hija, conversando en tono recreativo. La pared exhibe una hilera de máquinas de escribir, y a continuación una serie de tocadiscos antiguos y otros modernos, muchos traídos por vecinos de la zona. Algunos habrán embochinchado más de una rumba catiense con su sonar.

—Aquí yo vendía un camión de cajas de Polar a la semana ¿tú sabes lo que es eso? eran estas siete neveras llenas. Sin contar lo que vendíamos de Regional. Esto estaba lleno, la gente hacía cola para entrar. Yo quedaba cansado después de todo eso.

—Buenas ¿tiene cerveza? –alguien interrumpe.

—Polarcita y tercio.

—¿A cuánto?

—Un dólar el tercio.

—Deme dos tercios, por favor –dicen dos clientes que venían del este de Caracas, visitaban por primera vez el bar.

Se fueron birra en mano a seguir hurgando la historia en las paredes, con una cara cómica turbada de curiosidad. Sus miradas se fijaron en unas fotos posadas en la pared: un retrato de hombres en paltó que dice “los fundadores del Magallanes”. En otras sale Rafael Caldera en actos políticos, más acá están retratados el Che y Fidel, y más allá un conjunto de fotos del funeral de Renny Ottolina procedentes de 1978.

—Dejamos de servir comida cuando vino la escasez, cuando no se encontraba la harina, el arroz y eso. Después más nunca –lamenta Peter. El bolero sigue sonando.

—Dejamos de servir comida cuando vino la escasez, cuando no se encontraba la harina, el arroz y eso. Después más nunca –lamenta Peter. El bolero sigue sonando.

—¿Y cómo empezó usted a recolectar todo esto?

—Muchacho, los andinos tenemos la costumbre de colocar cosas en las paredes para hacer más atractivo el lugar. Es una tradición. Pusimos algunos adornos. El primero fue una lámpara con una piedra, un peñón que cuelga. A la gente le gustó y empezó a traer más cosas. Algunos las regalaban, otros las vendían o las cambiaban por cervezas. Y así fue.

El Torero da lecciones de historia, pero no como las desabridas clases sobre consignas y banderas sin vida ni sentido. La taguara abre un mundo anecdótico que cuenta un relato común, tuyo y mío, de todos y de nadie, uno no contado. Los corotos trasladan a la gente a cotidianidades de otrora, despiertan la imaginación. ¿Cómo sería aquella vida de aquel entonces? Tiene el don de hacer viajes temporales a paisajes pasados. El bar es una máquina del tiempo.

El viejo hace una pausa y da una vuelta por el local verificando que todo está bien. Pasa por enfrente de un mueblecito de madera que dice “mesa de noche de Reverón, La Guaira”. Se posa un momento en la entrada del bar y fue inevitable pensar en la imagen de Armando Reverón en El Castillete.

Quizás si tengan algo en común. El pintor en su castillo y el andino en su bar. Cultores de artes e historia. Sus casas han sido cuna de nuevas ideas, de genio. Una vitrina para los perplejos. Ambos poblaron su cueva de un legado inédito, disruptivo, locuaz, que ahora nutre la identidad y la memoria de los venezolanos.

Dirección

Bar El Torero

☆ Calle Maury, Catia, Caracas.